Cuando la montaña duerme está oscura y en
silencio. Una leve brisa golpea las
hojas y las luces de la ciudad titilan a lo lejos. Las ráfagas de viento que
crean los carros en su andar apresurado
y el roce de sus ruedas con el pavimento de la avenida Boyacá suenan como el
vaivén de las olas del mar. Tus sentidos se afinan pero aun necesitas de la
ayuda de tu linterna, porque apenas son las cuatro de la mañana y la montaña
aun duerme.
Empiezas a subir. Avanzas y tu frente, brazos, pecho,
vientre, piernas sudan frío aunque te sientes cálido por dentro, porque la
emoción genera cobijo.
Cuando la montaña duerme cuidas cada uno de tus pasos,
el suelo es más suave y un tropezón con alguna piedra te pone en alerta. De
tanto en tanto te tambaleas y extiendes tus brazos, porque en la oscuridad la
montaña puede ser una cuerda floja y tu un equilibrista...