Recientemente
leí en una crónica esta frase: “El turista nunca sabe dónde estuvo; el viajero
nunca sabe a dónde va”. Les cuento esto porque cuando vas en una curiara a
motor por el Delta del Orinoco uno no deja de asombrarse de tanta belleza
junta. El cielo, los caños, los manglares, los moriches, los palafitos, nuestros
hermanos waraos, todo en un perfecto contraste. Pero si profundizas, si
preguntas, si te empapas, verás que todo lo que brilla no es oro, verás cómo
tanta belleza junta también guarda muchas de las desgracias de la humanidad.
Enfermedades que van destrozando la vida de los indígenas waraos. Algunas muy
visibles como la escabiosis noruega, la desnutrición y la tuberculosis. Otras
de muerte lenta y silenciosa como VIH-SIDA.
Como el viajero de la frase yo pensaba que
no sabía a dónde estaba yendo, pero con este viaje descubrí que estaba
visitando uno de los lugares más olvidados por los gobiernos de turno. Fueron
ocho días los que estuvimos en San Francisco de Guayo, una comunidad fundada
como centro misional por los padres capuchinos en 1942, y a la que,
posteriormente, llegaron las hermanas terciarias capuchinas en 1951.