Mar entre montañas.
Olas maníacas (mis miedos cuajados por su espuma)
Pies ligeros que corren sobre la arena (porque no
pueden dejar de estar en movimiento)
Sueño que reposa el cuerpo (y donde a veces la mente
descansa)
Mariposa blanca solitaria.
Encaramada en un muro me pierdo en la Bahía de Cata y
siento cómo el gran Caribe descansado hierve dentro de mí. Es que difícilmente
el mar me calma. Pienso en Cuyagua, un lugar en el que nunca había estado antes
y donde uno de sus árboles no ha podido ocultar la evidencia: “El que robe será
coñaceado”. Rememoró su follaje brillante convertido en estrellas que me arropó
durante dos noches con su luna creciente. Que me envolvió. Que me besó en un
baile de cuerpos que no son tocados por el tiempo.
Y no obstante, entre tanta belleza, aparecieron los
fantasmas nocturnos que salen como lágrimas al amanecer y te arañan el corazón.
Son los recuerdos de los ojos de los pelícanos, que asombran con su perfección
milimétrica para conseguir su alimento, pero que guardan un secreto que
encierra su tragedia: de tanto golpear su rostro contra el océano mueren
ciegos, perdidos en el horizonte. Es el claroscuro de la vida que no me borra
la esperanza.
Vuelvo y me pierdo.
Vuelvo y amanezco (porque “el alba nunca cede”)
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