El 2 de diciembre estuvimos en la
tercera edición de El Calvario Puertas Abiertas, una actividad que no hubiese
sido posible sin un pueblo organizado y empoderado como lo son los habitantes del barrio El
Calvario, que se encuentra al frente del Hatillo, y gracias al apoyo logístico
de Vive El Hatillo.
La ruta arrancó en la
Plaza Bolívar del Hatillo rodeados de casas coloniales, la Iglesia Santa
Rosalía de Palermo, y de muchos árboles. También colgaban de los postes
nuestros Rostros del Hatillo 2017, en especial de mi querido Carlos
“Marrano” Barreto, a quien tuve el honor de hacerle una crónica. En este
lugar aprendimos sobre el fundador del pueblo del Hatillo, Baltasar de León
García; que la estatua de Bolívar en vez de mirar al sur, hacia Agostura, mira
al este, en dirección a la Iglesia, para
saludar a la virgen de Santa Rosalía; y que antiguamente las ventanas de
las casas coloniales servían para enamorar a las chicas, se hacía el balconeo,
donde el mozo visitaba a su enamorada. Un
milagro fue encontrarme con Bartolomé, quien mochila al hombre, nos contó que
se iba a acampar con un grupo de montañistas a la quebrada de Sabaneta, en la
zona rural.
Seguimos
hasta la Cruz de Mayo de 16 bombillos, empotrada en la esquina de La Cruz,
entre la calle 2 de Mayo y la calle Bolívar. Fue imposible dejar de recordar
que en los dos últimos años he asistido a esta celebración, gracias
a la crónica que le hice a Bartolomé (si el mismito que nos encontramos con
su mochila) porque gracias a él, y a todo el equipo que lo acompaña, esta
tradición permanece en el pueblo.
Hicimos fue una parada
en la capilla El Calvario, donde la Cofradía de Santa Rosalía, presidida por
José Ramón Pérez, guarda las imágenes de los santos. Todo un honor que esta
capilla estuviera abierta ya que solo lo hace en Semana Santa. Así con este
abrebocas comenzamos a subir por las escaleras hacia El Calvario.
Nuestra guía nos contó
que antes había un cementerio en una parte del barrio y otro guía nos habló de
cómo se había dado la formación de esta zona popular, donde cada familia fue
nombrando las calles con sus apellidos. Pues bien, seguimos por el callejón
Guevara y los muchachos del grupo musical Minas, Tambor y Clarín, nos enseñaron
varios golpes de tambor, entre estos, el San Millán, San Juan, y Tarma. Seguimos hasta la placita La Paz, un callejón
que recibe este nombre porque dos bandas armadas que constantemente se
enfrentaban en este lugar precisamente aquí decidieron hacer un cese al fuego.
Subimos a la terraza de una familia que siembra muchos de los productos que
lleva a su mesa: ahuyama, yuca, caraotas. “Antier recogimos 15 parchitas”, nos
dijo la señora orgullosa. Vimos un mural gigante de matas de cacao. Escuchamos
poesía en la casa de la familia Barreto (la familia de mi querido cargador de
santos “Marrano”). Visitamos la Cooperativa
El Carmen, que tiene más de cincuenta años y se fundó con el objeto de celebrar
la fiesta de la virgen del Carmen. Al lado de esta había un saloncito que lo
están convirtiendo en biblioteca, una bonita labor de Fundación Raíces (están
recibiendo donación de libros).
Saliendo de la
Cooperativa, en plena calle El Progreso, quedamos boquiabiertos por una mujer, vestida
de blanco, con aureola y alas, un angelito pues, que cantaba opera montada en
una moto (con su grupo de motorizados) y así iba por todo el barrio El Calvario.
Aquello parecía un cuadro surrealista…
Luego nos montamos en
otra terraza de una de las casas, el mejor mirador del Calvario. Y terminamos
bailando en la Plaza La Cruz junto a Aquiles Báez, una negra hermosa llamada
Betzhaida, y Arianna (tremenda compañera en la pista). Y justo cuando pensamos
que todo había terminado llegó Pedro Salas y el bebé maraquero, un niño de
cuatro años con una destreza para tocar este instrumento que nos dejó pasmados.
Amé comerme un perro
caliente en el puestico súper limpio de un señor del barrio, y tomarme una cervecita en la bodega que estaba antes
del mural de cacao. Amé subir las escaleras porque me hizo recordar cuando las
bajaba corriendo en la casa de mi abuela en Filas de Mariches. Amé reencontrarme
con gente hermosa que estaba trabajando en esta actividad (David, Carlitos,
Maite). Amé caminar el barrio a pie y sentirme segura porque como bien dijo uno
de los muchachos de Minas, Tambor y Clarín: “Este barrio es uno de los más
seguros de Caracas, aquí la gente respeta mucho al que viene de afuera y quiere
conocer”. Amé las obras colgantes “Cubiertas El Calvario” que decoraban el
cielo del barrio, porque el arte también vive aquí, en su gente. Amé (un día
después) no haberle pedido la cola a nadie, para bajar de noche por las
escaleras del barrio, con una luna llena hermosa, y despedirme dejando el
sonido del tambor a mis espaldas. No amé tanto la inmensa cola y la espera del
bus del Hatillo para Caracas (un viacrucis para lo que lo hacen a diario), y
tampoco me gustó haberme quedado sin batería (me hubiese gustado regalarle
fotografías de todo lo que vi).
Amé vivir el barrio de
otra manera. Un lugar que no es ciudad, ni campo, una novedad donde sus
habitantes crearon sus casas en cayapa, cada fin de semana que tenían libre, y
donde generaron sus propias formas de convivencia. Porque el barrio es una casa
grande que siempre tiene las ventanas y las puertas abiertas, al menos, así es
El Calvario.
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