domingo, 3 de diciembre de 2017

El Calvario Puertas Abiertas


El 2 de diciembre estuvimos en la tercera edición de El Calvario Puertas Abiertas, una actividad que no hubiese sido posible sin un pueblo organizado y empoderado como lo son los habitantes del barrio El Calvario, que se encuentra al frente del Hatillo, y gracias al apoyo logístico de Vive El Hatillo.

La ruta arrancó en la Plaza Bolívar del Hatillo rodeados de casas coloniales, la Iglesia Santa Rosalía de Palermo, y de muchos árboles. También colgaban de los postes nuestros Rostros del Hatillo 2017, en especial de mi querido Carlos “Marrano” Barreto, a quien tuve el honor de hacerle una crónica. En este lugar aprendimos sobre el fundador del pueblo del Hatillo, Baltasar de León García; que la estatua de Bolívar en vez de mirar al sur, hacia Agostura, mira al este, en dirección a la Iglesia, para  saludar a la virgen de Santa Rosalía; y que antiguamente las ventanas de las casas coloniales servían para enamorar a las chicas, se hacía el balconeo, donde el mozo visitaba a su enamorada.  Un milagro fue encontrarme con Bartolomé, quien mochila al hombre, nos contó que se iba a acampar con un grupo de montañistas a la quebrada de Sabaneta, en la zona rural.
            Seguimos hasta la Cruz de Mayo de 16 bombillos, empotrada en la esquina de La Cruz, entre la calle 2 de Mayo y la calle Bolívar. Fue imposible dejar de recordar que en los dos últimos años he asistido a esta celebración, gracias a la crónica que le hice a Bartolomé (si el mismito que nos encontramos con su mochila) porque gracias a él, y a todo el equipo que lo acompaña, esta tradición permanece en el pueblo.
Hicimos fue una parada en la capilla El Calvario, donde la Cofradía de Santa Rosalía, presidida por José Ramón Pérez, guarda las imágenes de los santos. Todo un honor que esta capilla estuviera abierta ya que solo lo hace en Semana Santa. Así con este abrebocas comenzamos a subir por las escaleras hacia El Calvario.

Nuestra guía nos contó que antes había un cementerio en una parte del barrio y otro guía nos habló de cómo se había dado la formación de esta zona popular, donde cada familia fue nombrando las calles con sus apellidos. Pues bien, seguimos por el callejón Guevara y los muchachos del grupo musical Minas, Tambor y Clarín, nos enseñaron varios golpes de tambor, entre estos, el San Millán, San Juan, y Tarma.  Seguimos hasta la placita La Paz, un callejón que recibe este nombre porque dos bandas armadas que constantemente se enfrentaban en este lugar precisamente aquí decidieron hacer un cese al fuego. Subimos a la terraza de una familia que siembra muchos de los productos que lleva a su mesa: ahuyama, yuca, caraotas. “Antier recogimos 15 parchitas”, nos dijo la señora orgullosa. Vimos un mural gigante de matas de cacao. Escuchamos poesía en la casa de la familia Barreto (la familia de mi querido cargador de santos  “Marrano”). Visitamos la Cooperativa El Carmen, que tiene más de cincuenta años y se fundó con el objeto de celebrar la fiesta de la virgen del Carmen. Al lado de esta había un saloncito que lo están convirtiendo en biblioteca, una bonita labor de Fundación Raíces (están recibiendo donación de libros).
Saliendo de la Cooperativa, en plena calle El Progreso, quedamos boquiabiertos por una mujer, vestida de blanco, con aureola y alas, un angelito pues, que cantaba opera montada en una moto (con su grupo de motorizados) y así iba por todo el barrio El Calvario. Aquello parecía un cuadro surrealista…
Luego nos montamos en otra terraza de una de las casas, el mejor mirador del Calvario. Y terminamos bailando en la Plaza La Cruz junto a Aquiles Báez, una negra hermosa llamada Betzhaida, y Arianna (tremenda compañera en la pista). Y justo cuando pensamos que todo había terminado llegó Pedro Salas y el bebé maraquero, un niño de cuatro años con una destreza para tocar este instrumento que nos dejó pasmados.
Amé comerme un perro caliente en el puestico súper limpio de un señor del barrio, y tomarme  una cervecita en la bodega que estaba antes del mural de cacao. Amé subir las escaleras porque me hizo recordar cuando las bajaba corriendo en la casa de mi abuela en Filas de Mariches. Amé reencontrarme con gente hermosa que estaba trabajando en esta actividad (David, Carlitos, Maite). Amé caminar el barrio a pie y sentirme segura porque como bien dijo uno de los muchachos de Minas, Tambor y Clarín: “Este barrio es uno de los más seguros de Caracas, aquí la gente respeta mucho al que viene de afuera y quiere conocer”. Amé las obras colgantes “Cubiertas El Calvario” que decoraban el cielo del barrio, porque el arte también vive aquí, en su gente. Amé (un día después) no haberle pedido la cola a nadie, para bajar de noche por las escaleras del barrio, con una luna llena hermosa, y despedirme dejando el sonido del tambor a mis espaldas. No amé tanto la inmensa cola y la espera del bus del Hatillo para Caracas (un viacrucis para lo que lo hacen a diario), y tampoco me gustó haberme quedado sin batería (me hubiese gustado regalarle fotografías de todo lo que vi).



Amé vivir el barrio de otra manera. Un lugar que no es ciudad, ni campo, una novedad donde sus habitantes crearon sus casas en cayapa, cada fin de semana que tenían libre, y donde generaron sus propias formas de convivencia. Porque el barrio es una casa grande que siempre tiene las ventanas y las puertas abiertas, al menos, así es El Calvario.

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