Hace dos años cuando
terminó la función de El Misterio de las Lagunas, fragmentos andinos en una de las salas de cine de Centro Plaza, un señor con un
sombrero que cubría sus cabellos blancos y largos se levantó y dijo soy Atahualpa
Lichy. Quedé sorprendida con este mágico encuentro porque podría preguntarle
todo sobre este documental, absolutamente mágico. Filmado en Los Nevados, los Pueblos del Sur de
Mérida, narra las tradiciones de esta gente cargadas de un simbolismo
impresionante. Ya su sinopsis lo prometía: En la región de los Andes
venezolanos, a través de las historias contadas por los campesinos con fino
sentido del humor, vamos a viajar hacia atrás en el tiempo, siguiendo el hilo
que ha creado las leyendas, a través de la tradición oral, el realismo mágico y
las canciones que revelan una conciencia colectiva y las características de su cultura.
Este año en el Primer Festival Internacional de Cine de Caracas, que estará desde el 12 hasta el 21 de septiembre, decidí volver a viajar a través de la pantalla y vivir esta experiencia. Sin embargo, antes de que comenzara este Festival ya mi oficina estaba impregnada de este misterio a través del soundtrack del documental que escuchaba a cada rato y que me regaló un amigo en mi cumpleaños. Todas las canciones fueron creadas exclusivamente para El Misterio de las Lagunas, y hacen de narradoras en cada escena, cargadas de una poesía estupenda.
Este año en el Primer Festival Internacional de Cine de Caracas, que estará desde el 12 hasta el 21 de septiembre, decidí volver a viajar a través de la pantalla y vivir esta experiencia. Sin embargo, antes de que comenzara este Festival ya mi oficina estaba impregnada de este misterio a través del soundtrack del documental que escuchaba a cada rato y que me regaló un amigo en mi cumpleaños. Todas las canciones fueron creadas exclusivamente para El Misterio de las Lagunas, y hacen de narradoras en cada escena, cargadas de una poesía estupenda.
El documental lo vi el
sábado 13 de septiembre en el Teatro Alameda, un espacio que no conocía y que
está totalmente recuperado. Queda en la avenida principal de San Agustín del
Sur.
“El Teatro Alameda
fue inaugurado en 1943 por la empresa Cines Unidos, contando con la presencia
del presidente Isaías Medina Angarita. Como dato anecdótico, fue el
acontecimiento del año en San Agustín. Después de años de desidia y abandono,
fue rehabilitado, recuperado y reinaugurado el 20 de diciembre del 2013 para
ofrecer obras de teatro, espectáculos musicales, exposición de obras de artes y
actos políticos. La sala cuenta con escenario, sala de estar, sala de
exposiciones, área de estiramiento para artistas, una radio comunitaria, salón
de usos múltiples, sala de música y talleres de danza, costura y artesanales,
además es el escenario principal de la orquesta Big Band de San Agustín”[1].
Como llegamos temprano
nos sentamos en una mesa a esperar que se hiciera la hora. Antes ya habíamos
visto unos cortometrajes en la misma sala. Y apareció, así como aquella vez, Atahualpa
Lichy, y se sentó en la mesa de al lado. Mi compañero Carlos se acercó y conversó con él
y yo no pude dejar de tomarme una foto, la segunda, para hacer memoria de este
nuevo encuentro. Atahualpa entró a ver el documental porque le gusta conversar
con la gente al finalizar la función. Su cercanía y humildad cautivan.
Comenzaron a correr en la pantalla todos los premios que había ganado el documental en estos dos años. Muchísimos créanme.
Conté 25. Hasta en Blangladesh ganó.
Viendo la película, nuevamente me impactó cómo aquella señora preparaba su muerte, así como lo hicieron sus padres, teniendo ya su ataúd bajo la cama y guardando en el la ropa que quería vestir ese día de reencuentro con los que ya no estaban. También me movió profundamente la tradición de Los Angelitos, niños que se fueron pronto de esta tierra por causas naturales y cuyo ritual era vestirlos lo más elegantes posible, colocarle un par de alas y rodearlo de flores. La familia se fotografiaba con el cuerpecito frío e inmóvil, porque entre tanto dolor también existía la esperanza, quizás consoladora, de que esto traería suerte (más cosecha, trabajo, éxitos para la familia).
Viendo la película, nuevamente me impactó cómo aquella señora preparaba su muerte, así como lo hicieron sus padres, teniendo ya su ataúd bajo la cama y guardando en el la ropa que quería vestir ese día de reencuentro con los que ya no estaban. También me movió profundamente la tradición de Los Angelitos, niños que se fueron pronto de esta tierra por causas naturales y cuyo ritual era vestirlos lo más elegantes posible, colocarle un par de alas y rodearlo de flores. La familia se fotografiaba con el cuerpecito frío e inmóvil, porque entre tanto dolor también existía la esperanza, quizás consoladora, de que esto traería suerte (más cosecha, trabajo, éxitos para la familia).
Otra escena mágica fue
la del trigo. Comenzó la canción Trilla
de Sol a Sol. Dos señores colocaron sobre sus hombros un gran mazo de paja,
luego lo llevaron a una pista circular delimitada por piedras donde metieron caballos
que con sus patas trillaron el cereal, separaron el grano de la paja. Al
terminar, uno de los hombres tomó un puño de lo que quedó en el suelo y lo
lanzó al viento que con su fuerza separó la semilla y cayó nuevamente sobre el
suelo. Luego las manos frotaron las
semillas sobre un cedazo para quitar los restos de arena y finalmente sobre un
caballo se llevaron los sacos a un molino que funciona con fuerza hidráulica y
sacaron la harina. Todo poesía.
Y qué decirles del Rey
del violín, de la bibliomula, de aquel señor de cien y tantos que aparentaba un
montón de años menos, y del escalofrío que me generó, nuevamente, ver las manos
con ampollas y cortaduras de los muchachos que explotan la pólvora durante la
fiesta de San Benito. De verdad que todo era como si lo presenciara por primera
vez, incluso saber que las Lagunas, esos seres mágicos de la montaña, tienen
vida y hay que respetarlas.
Terminó el documental y
Atahualpa se levantó. Las preguntas vinieron. Y ciertamente me sentí feliz pero
ahora con ganas no solo de ver a estas personas a través de las pantallas sino
de volver a estas tierras de espiritualidad, de conocer a la gente de los Pueblos
del Sur. Ojalá se me dé.
Otros documentales que remueven las entrañas
El domingo también fui
al Festival. Como llegamos una hora antes nos dio chance de dar una vuelta por la
Plaza de los Museos y de visitar un local llamado La Patana, que está dentro del Teresa Carreño. Mi elección de este día fue el documental Las Aradas: masacre en seis actos de
Marcela Zamora. Y por casualidad me
encontré nuevamente a Atahualpa en la Cinemateca Nacional, lugar donde sería
proyectada la película.
El trabajo aborda el
hecho ocurrido el 14 de mayo de 1980, a las orillas del río Sumpul, en
Chalatenango (frontera con Honduras), donde “soldados del Destacamento Militar
#1 de la Fuerza Armada de El Salvador, apoyados por dos helicópteros de la
Fuerza Aérea, agentes de la Guardia Nacional y paramilitares de la Organización
Nacional Democrática (ORDEN) masacraron a alrededor de 600 campesinos, entre
niños, mujeres y ancianos. Al otro lado
del río, soldados de las Fuerzas Armadas hondureñas dispararon al aire para impedir que las
víctimas encontraran refugio en su país. Los que no se salvaron fueron tragados
por el río o murieron desangrados en la orilla, entre las piedras y los
matorrales, a consecuencia de los disparos o los machetazos. La historia
oficial de El Salvador y Honduras niegan que esta masacre haya ocurrido, pero
los sobrevivientes ahora cuentan su historia: la historia de las víctimas de la
masacre del río Sumpul, la primera gran masacre contra civiles cometida por el
Estado salvadoreño a inicios de la guerra” [2].
Fue inevitable llorar durante
la proyección y sentir rabia ante un hecho profundamente inhumano y que desconocía
hasta el día que leí la sinopsis y decidí colocar este documental en mi grilla.
También sentí impotencia ante la falta de justicia y recordé el trabajo que
hacía en el Servicio Jesuita a Refugiados, donde
constantemente escuchaba este tipo de historias. Especialmente las prácticas
paramilitares de abrir a la mitad a mujeres embarazadas y sacarles los fetos, y
ametrallar niños mientras los lanzaban al aire.
Me fui con un sinsabor
muy grande.
Para el lunes elegí Infierno o Paraíso, por la temática y
también porque no conocía el espacio donde lo proyectarían: Sala Antonieta
Colón, ubicada en el Centro Cultural Parque Central.
Cuando uno está yendo a
esta sala se siente en un laberinto. Lo mejor es tomar el ascensor, pedir que
te dejen en el nivel Bolívar y al salir girar a la izquierda y caminar por una rampa,
está justo al frente de una fuente de soda que se llama Terra Park.
“El cine Parque Central
fue inaugurado en 1983 para brindar esparcimiento a los habitantes del Complejo
Urbanístico Parque Central y sus alrededores. En octubre de 2012 se
reestructura el espacio y recibe el nombre de Antonieta Colón. Cuenta con
tecnología de punta en las áreas de sonido, acústica, proyección, iluminación,
aire acondicionado. Se hicieron modificaciones adicionales al auditorio que
ahora cuenta con toda la infraestructura y equipamiento necesario para
presentar obras de teatro, espectáculos musicales, charlas, foros y
conversatorios. También se instaló el sistema de tramoyas, bambalinón, telón y
una pantalla completamente nueva. Además se construyeron camerinos con baño,
depósitos, áreas administrativas, una fuente de soda”[3].
Un café y unas cotufas
antes de entrar.
Infierno
o Paraíso “es un
largometraje documental del antropólogo y cineasta Germán Piffano acerca de la
vida de José Antonio Iglesias, ingeniero de profesión, un hombre brillante que
vivió durante 11 años como habitante de la antigua calle del Cartucho [Colombia]
y que desde las profundidades de su adicción al bazuco, sobrevivió a sí mismo
en contra de todos los pronósticos”[4].
Impresiona como Piffano
se introduce en la vida de José y cómo logra planos muy íntimos a la vez que
cuenta cómo se desploma el Cartucho a medida que José se recupera.
Particularmente me
ayudó a conocer más sobre el mundo de la indigencia y confirmar que muchas de
estas personas tuvieron su profesión, familia y que, pese al vicio o a la
situación de calle, algunos tienen una profundidad espiritual de grandes niveles.
Resultaba gracioso y a
la vez inquietante los análisis “políticos” que hacía José y su pasión por la
poesía y las canciones de Fito. Incluso en una parte tararea a Alí Primera.
Porque es que casi toda la familia de José estaba en Venezuela.
Aún queda Festival y de
verdad los invito a asistir, porque más allá del proselitismo político que van
a ver al principio de cada proyección, es interesante conocer estos trabajos
que nos cuentan a nuestra Latinoamérica desde distintas perspectivas. No solo a
través de documentales sino de variados géneros. Y como plus conocerás algunos de los espacios
recuperados, cada uno cargado de historia, gente y anécdotas.
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