"Praga es la capital de la prostitución", dijo el hombre
que estaba junto a mi en el vagón del metro. Voltee y no estaba borracho,
realmente se estaba dirigiendo a mi. Y prosiguió: "Yo tengo un amigo que
tiene un consultorio y ellas van cada quince días a hacerse sus chequeos, tu
sabes, las muestras de sangre y moco cervical". ¿Allá en Praga?, le
pregunté. "No, aquí en Venezuela. Aquí eso está muy controlado",
respondió.
Me continuó contando que esa profesión era
muy antigua, que el no le veía nada de malo, pero "tu sabes como es la
gente". Que los que trabajaban en la avenida Libertador, en Caracas, eran
diferentes, "porque a veces los matan como a perros y los dejan ahí tirados".
Por momentos me sentí un poco incómoda. Verán en el metro yo he hablado con
abuelas sobre sus males, con un señor ebrio que tenía un carrito de perros
calientes y me estaba invitando a su puestico, le temo a los grupos de
colegiales que empiezan a chalequear y a los tipos que tienen tips
nervioso-tocón en su mano; todo me ha tocado menos hablar de prostitución.
Al cabo de unos segundos logramos un
diálogo bastante fluido donde cada uno exponía su punto de vista. Los dos nos
quedamos en la misma estación y nos despedimos. Les cuento esto porque a veces
pensamos que cuando estamos hablando en el metro nadie nos escucha, y resulta
que minutos antes
estaba conversando con unas compañeras de
clase porque una de ellas tenía que elegir un tema controversial para un
debate. Lo que no sabía es que apenas ellas se bajaran el hombre que tenía al
lado soltaría: "Praga es la capital de la prostitución".
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