martes, 24 de marzo de 2015

Conversaciones de vagón: El niño.


Un niño de unos 12 años, con costras en los brazos, tal vez quemaduras o sucio de mucho tiempo adherido a la piel, no dejaba de moverse. Guindado a una de las agarraderas del vagón, se contoneaba de un lado a otro. Decía cosas sin sentido y tarareaba una que otra consigna o titular de prensa. Por momentos se sentaba en el suelo y se colocaba ambas manos en la cara o apretaba su cabeza. Extendía sus brazos y los miraba fijamente. Se levantaba y nuevamente comenzaba el baile al ritmo de la velocidad del metro. Así estuvo por largo rato y yo no pude verlo a la cara. No tengo dudas de que estuviera drogado y eso me asustaba un poco, especialmente porque con cada contoneo se acercaba más a mis piernas.

Se abrieron las puertas del vagón y se desocuparon varios puestos. Se sentó a mi lado y comenzó a deslizarse de un extremo a otro. No aguanté más, me levanté y me fui al otro lado del vagón. Me sentí realmente mal. ¿Por qué estaba drogado?, ¿dónde estaban sus padres?, ¿es bazuco, piedra, pega, se inyecta?, ¿por qué me levanté?

El niño le ofreció el puesto a una señora y esta le dijo: “No corazón aquí cabemos los dos”. Fue la única que siento que se dio cuenta de la situación. El resto permanecía inerte, metidos en sus teléfonos.

Pasaron algunos segundos e intenté mirar al niño desde la distancia que me había puesto para sentirme un poco más tranquila. No estaba. Creo que se bajó en Chacaíto.

Recordé cuando hace años había visto a un niño en condición similar por los alrededores de Ciudad Universitaria. Está vez ese niño si nos habló y nos dijo que le diéramos algo, en un tono desafiante, y muy serenamente le dimos una botella con la mitad de un refresco que nos quedaba.

Sigue habiendo muchos niños así, pensé. No es justo. Y la imagen de su contoneo quedó rondando en mi cabeza.

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