Del 1 al 3 de mayo estuvimos en la
Península de Paraguaná un lugar mágico ubicado en el estado Falcón. Ahí
conocimos Los Médanos de Coro, la playa Adícora, las salinas de Las Cumaraguas,
el Cabo de San Román, el casco histórico de Coro y una montaña que nos retó,
especialmente por unos tramos que tuvimos que escalar con cuerdas: el Cerro de
Santa Ana (830 msnm). Aquí les cuento sobre este pedacito de Venezuela que nos
reconcilia con el país. Una ruta que pueden hacer en tres días y de la que van
a regresar un poco cansados pero renovados.
Antes
de la ruta
Cuando el Centro Excursionista Caracas
(CEC) informó sobre esta ruta inmediatamente los contacté. Confieso que no
tenía muchas esperanzas porque, pesé a que les estaba escribiendo con casi dos
meses de anticipación, el 19 de marzo; los miembros de este club tenían la
prioridad; así que me anotaron en una lista de espera. Cuando llegó la buena
noticia que me confirmaba los cupos para la excursión, no vi el correo en mi
bandeja de entrada; y no fue sino hasta el 23 de abril, una semana antes del
paseo, que me percaté y puede sentirme afortunada.
El CEC es una asociación fundada en 1929,
cuyo objetivo es “practicar y fomentar de la forma más amplia posible el
deporte del excursionismo y del montañismo bajo todos sus aspectos y
modalidades, en beneficio de la salud y el crecimiento espiritual de
niños, jóvenes, adultos y personas de la
tercera edad”. Esta era la segunda ruta que haría con el CEC, la primera fue el
ascenso al Pico Naiguatá en el Parque Nacional Waraira Repano.
Alberto se animó a acompañarme y el 30 de
abril nos encontramos 26 personas a las 10pm en un punto de Altamira. Nuestro
capitán de la ruta, Manuel Fraga, nos recibió, y partimos a Falcón, una de las
24 entidades federales de Venezuela, ubicada al noroeste del país.
Durante el camino hicimos una parada donde
nos encontramos una cola mundial para los baños. Del resto fue lo típico de un
viaje: dormir, despertar por algún brinco del autobús y acurrucarse por el
frío.
Brisas
de arena
A las 5:30am un resplandor de luz atravesó
las cortinas que cubrían las ventanas del autobús. Corrí el pedazo de tela y
quedé hipnotizada: una montaña de arena parecía venir hacia nosotros. Estábamos
atravesando el Istmo de los Médanos o Istmo de Paraguaná, una extensión de
tierra, como especie de cuello, que conecta la península de Paraguaná, esa
cabecita que vemos en el mapa, con el estado Falcón y el norte de Venezuela. El
istmo tiene un promedio de 30 km de largo por 5 km de ancho y posee una altura
media de 20 msnm.
Cuando bajamos del bus una ráfaga de viento
nos recibió y ya varios se tomaban fotos con el pequeño desierto. Para Alberto
esta era la segunda vez que visitaba Los Médanos de Coro, para mí la primera
vez y lo que quería era salir corriendo a abrazar toda esa arena. Con zapatos y
cámara en mano comencé a ascender la primera colina. Aquello parecía una pared,
la arena aún estaba fresca y con cada paso mis pies se hundían. La sensación
era maravillosa. Llegué al primer plano y otra ráfaga de viento con arena me
recibió. Alguien me advirtió que las partículas de arena eran tan diminutas que
podían entrar en el lente de mi cámara y dañarlo, así que debía ir con cuidado.
Llegó un punto en que solo quería correr, le dejé mis cosas a Alberto y, como
diría alguien a quien aprecio mucho, me entregué. No me cansaba. Solo tatareaba
la única estrofa que recordaba de la canción “Sombra en los médanos”, “los cujíes lloran de dolor…”, añoraba
aquella escena de El Principito en el desierto y agradecía a Dios. Todo al
mismo tiempo.
El sol estaba ahí despertándose detrás de
dunas que sobrepasaban los 8 y 20 msnm. De vez en vez sus rayos naranjas
besaban la arena, mientras la brisa hacía líneas onduladas sobre el terreno.
Nunca supe la temperatura exacta pero estaba bastante fresco. Puedo decirles
que la media oscila entre 27 y 30ºC; las máximas oscilan alrededor de los 40º y
las mínimas en los 16ºC.
Las dunas se forman a partir de la
capacidad de retención de arena que poseen algunas plantas como el cují. Estas
especies vegetales poseen sistemas de raíces muy desarrollados que atrapan gran
cantidad de arena, obstruyendo su paso, provocando la formación de médanos[i].
Los Médanos de Coro fueron declarados
Parque Nacional el 6 de febrero de 1974 bajo decreto Nº 1.592, abarca una
superficie de 91.280 hectáreas, de las cuales 42.160 son tierras continentales
y 49.120 son superficie marina. Están situados al norte de la ciudad de Coro.
En este parque nacional ocurren varios
elementos curiosos. La arena va ahogando a los pocos árboles que pudiesen
salir, de hecho vi un par de troncos secos; y la brisa va moviendo la arena así
que nunca permanece igual.
Mientras estuvimos ahí vimos a algunas
personas haciendo paseos en cuatrimotos o vehículos acondicionados para ir
sobre las arenas. Pero lo que más me encantó fueron unos ciclistas que pasaron por
la carretera y un par de señores que vendían raspados de todos los sabores que
quisieran. Uno de ellos muy amable posó para una foto mientras indagaba de
dónde veníamos.
Caminamos nuevamente hacia el bus y agradecí
nuevamente a Dios por tan maravilloso regalo.
Adícora
Continuamos avanzando hacia el norte y
llegamos Adícora, ubicada a 65km de la ciudad de Coro. Adícora es un pueblo que
se encuentra en la costa noreste de la península de Paraguaná, en Venezuela, específicamente
en el municipio Falcón y a 24 kilómetros al sur de la isla de Aruba. En este
lugar está una de las tres playas más conocidas y visitadas de la costa
oriental de la península de Paraguaná.
Hicimos una parada para desayunar en “Pasapalos
Elsa”. Súper recomendadas las empanadas de pescado y el cafecito mañanero.
Luego del desayuno fuimos a la posada “Rosmar”
a cambiarnos. Ahí nos distribuimos en 3 habitaciones para 6 personas, una
habitación para 5 personas y una triple. El dueño de la posada nos prestó su
nevera para guardar algunas de nuestras provisiones.
Salimos nuevamente hacía el pueblo de
Adícora. Lo primero que nos encontramos fue la playa, pero antes de sentarnos a
la orilla del mar varios decidimos recorrer los alrededores. Las casas del
lugar son todo un espectáculo por el color de sus fachadas, ventanas y puertas.
Vimos un pequeño faro, la plaza Ángel Zambrano, y una Iglesia con una virgen de
Nuestra Señora de Lourdes en una gruta.
En una de las calles nos encontramos con
un pescador que tejía una red, que completa podía medir 90 metros. Nos contó que
el kilo de pargo estaba en 450 bolívares.
Podía pescar hasta cien kilos que serían 45 mil bolívares, de eso la
mitad debía dividirse entre tres pescadores. En una cuenta rápida este señor ganaba
7 mil 500 bolívares, y con eso soltó su inconformidad: “Estoy cansado de
trabajar para otros”. Joao, uno de nuestros compañeros, lo animó a tener su
proyecto propio, pero comprar la lancha y el motor es costoso. Nos despedimos y
seguimos caminando.
Llegamos a una casa hecha de materiales
reciclables: cartón, botellas de agua, palmas, y todo lo que puedan imaginar.
Algunas de sus paredes eran de madera y en una de estas estaba pintado el
rostro de Alí Primera, y del otro lado una especie de extraterrestre.
Antes de indagar sobre el origen de la
edificación decidimos explorar en la playa que estaba justo al frente. Corales
y algas formaban un piso natural debajo del mar y comenzamos a caminar sobre
las aguas en un acto mágico y muy fangoso. Los pelícanos descansaban a lo lejos
y hacia la derecha podíamos ver algunas velas. Resulta que los fuertes vientos
de Adícora la han convertido en una de las playas de fama mundial para los
amantes de deportes acuáticos como el windsurf y el kitesurf.
De vuelta a la orilla Alberto estaba
instalado conversando con Rafa, una joven francesa que tiene 3 años en
Venezuela y 1 de ellos viviendo en Adícora. Ella junto a su pareja, un
venezolano, están haciendo la casa porque quieren convertirla en una galería y
un centro cultural donde puedan hacer talleres y presentaciones para el pueblo:
“Queremos que el turista tenga otras opciones”, nos dijo en un perfecto
español. Le compramos algunas artesanías hechas con semillas, caracoles y
corales, debo confesar que a muy buen precio, solo dos collares nos costaron
200 bolívares. También nos dijo que regresáramos al día siguiente para
mostrarnos el lugar, “quería ordenarlo”, pero lamentablemente no nos dio
tiempo. Quedó la promesa y seguro cuando vuelva a Adícora podré ver la “Galería
Popular Err Puño” a orilla del mar.
Como debíamos estar de vuelta en la posada
a las tres de la tarde decidimos pasar el resto del día en la playa. En ese
momento no me di cuenta pero luego investigando encontré que Adícora tiene dos
playas: Playa Sur, en la entrada del pueblo, es una playa extensa protegida por
un rompeolas natural. Allí están situadas las escuelas de windsurf y kitesurf,
y algunas posadas; y Playa Norte que es de aguas más tranquilas y ofrece
servicios básicos los fines de semana (restaurantes, alquiler de toldos,
sillas)[ii].
Creo que nos ubicamos en Playa Norte. La
playa es poco profunda y sus aguas son turbias por el fondo arenoso y el fuerte
oleaje producto de los vientos alisios que soplan desde el noreste[iii]. Ahí nos atendió el
señor José Luis. Alquilamos un toldo (350 bolívares) y luego almorzamos pescado
con tostones y ensalada (700 bolívares) y sopa (200 bolívares). Al principio me
pareció costoso, pero de verdad que el
pescado estaba delicioso, bastante fresco y era grande, con un plato de estos podían comer dos personas. Además
José Luis nos atendió de maravilla.
Noté que en ese lugar son muy comunes las
artesanías con caracoles, así que le compré un pollito hecho de estas conchas a
un señor que andaba con su cesta de figuritas. Elegí una pequeña, muy linda,
que me costó 100 bolívares.
En Adícora puedes encontrar licorerías,
bodegas, panaderías y algunos restaurantes para comer. Los precios están como
en el resto del país, una empanada te puede costar 30 bolívares y una pizza
mediana alrededor de 500 bolívares. El descubrimiento mundial fue una lata de
Pirulin en 280 bolívares.
Otro dato que encontré y me encantó es que
la palabra Adícora quiere decir jajatal, hierba halófila de terrenos salobres.
Esta voz indígena primitivamente era “jadícuar”, ha venido pasando por
“jatícora”, por “jadícora”, por “aríkula”, hasta llegar hoy a “Adícora”.
Interesante, ¿no?
Luego de comer, caminamos por la playa y
regresamos a la posada a cambiarnos.
El
lagrimear de Las Cumaraguas
Luego de un buen baño para sacarnos el
agua mar, nos pusimos bellos para continuar con el resto de la ruta. Nos
montamos en el bus y recorrimos aproximadamente 21km desde Adícora hasta el
pueblo de Las Cumaraguas. Cuando llegamos me pareció un lugar muy desolado
salvo por unas casas lejanas y porque vimos una gran extensión de terreno
blanquísimo, las salinas. Aquello parecía una pista de hielo y daba temor
resbalarse. No vi el color rosado por el que son famosas, quizás porque no caminé más allá, quizás porque es en el
atardecer cuando se puede visualizar esta tonalidad, porque el tanino, una
sustancia ácida y astringente emanada de algunos árboles, corre a través de sus
aguas, tornándolas de un color rojizo, y produciendo una espuma que tiene la
consistencia de un gel, pero la textura es granulosa y su color, rosado[iv]. De todos modos me
conformé con el reflejo del sol en los cristales de sal ya que provocaba un
resplandor muy mágico, era como un gran espejo de sal. Infinitos diamantes.
Investigando más sobre Las Cumaraguas
llegué a la “Canción mansa para un bravo pueblo” de Alí Primera que comienza:
El
lagrimear de Las Cumaraguas
está
cubriendo toda mi tierra,
piden
la vida y le dan un siglo
pero
con tal que no pase ná
en
mi tierra mansa,
mi
mansa tierra.
Investigando mucho más encontré que el
hecho de que este lugar me haya transmitido felicidad pero a la vez desolación
no era en vano: “Hoy en día, estas familias cumaragueras mueren de mengua, el
90 % de los padres de familias no tienen empleo, la sal está allí cristalizada,
esperando su extracción o cosecha como lo llaman sus nativos, y a pesar de
estar organizados (…) la gobernadora del estado e inclusive los diputados (…) ven
para otro lado cuando les hablan de las Salinas de las Cumaraguas[v].
El
Cabo de San Román
Arribamos al Cabo de San Román, en pleno atardecer.
Caminamos por un terreno cubierto por una especie de corales negros, muy filoso
en algunos puntos, y mientras avanzábamos nos deleitábamos con la puesta de sol.
Más adelante todo era arena y a escasos metros del mar, estaba ahí, imponente,
el gran faro, cuya luz intermitente guía a los marinos en noches de bruma. Lo
único que arruinaba la escena era un grupo de personas que en sus camionetas
tenían una música a todo volumen.
El Cabo San Román es el punto más
septentrional del país y se encuentra a 112 kilómetros al norte de la ciudad de
Coro. Fue descubierto el 9 de agosto de 1499, por Alonso de Ojeda, acompañado
por Juan de La Cosa y Américo Vespucio[vi]. Desde ese punto se
pueden ver las luces de Aruba y Curazao en la noche (yo no las vi).
Estuvimos algunos minutos y solo
alumbrados por la luz de la luna llena regresamos al autobús para volver a
nuestra posada en Adícora. Esa noche algunos cenamos en la Casa Rosada, un
restaurante que está al frente de la playa. Ya comenzaba a sentir el cansancio.
Así que llegué, me bañé y me acosté. Nuestro primer día de ruta comenzó a las
5:30am y ya habíamos conocido tres lugares de nuestra ruta paraguanera.
Monumento
Natural Cerro Santa Ana
El sábado en la mañana salimos de Adícora
rumbo al principal motivo por el que elegí esta ruta: el Monumento Natural
Cerro de Santa Ana, ubicado en el centro de la península de Paraguaná, en
jurisdicción de los municipios Falcón y Carirubana, entre las poblaciones de
Santa Ana y Buena Vista.
Tomamos la carretera hacia Pueblo Nuevo-
Buena Vista- Moruy. Un cartel dando la bienvenida al monumento, una bodega y un
espacio con mesas y hamacas, Bienvenidos
a cujíes de Leonardo, fue lo encontramos cuando bajamos del bus.
Caminamos por un sendero bordeado de
cactus altos y otros más pequeños de forma redonda que estaban florecidos y
pegados al suelo. Una brisa fuerte y constante acompañaba nuestro andar. El
Cerro de Santa Ana se veía lejos y estaba tapado por una gran nube. En escasos
minutos ya estábamos en el puesto de guardaparques. En este lugar nos estaba
esperando Marcelino Tovar, guardaparques, para darnos algunas instrucciones
antes de subir a la montaña. Eran las 8am.
Marcelino tiene seis años en el Instituto
Nacional de Parques (Inparques) y tres años cuidando el Cerro de Santa Ana. “Han
pasado muchas cosas por el tema de la inseguridad, le estamos recomendando a
las personas que permanezcan todo el tiempo unidos (…) Ya saben que se
recomiendan dos litros de agua por personas porque el sol que está haciendo
últimamente está deshidratando mucho a las personas. Si alguien le pega mareo o
se le acaba el agua es recomendable que regrese porque nosotros estamos solos
aquí y no tenemos un grupo de rescate. Si sucede algo tengo que llamar a Punto
Fijo”.
Nos advirtió que tuviéramos cuidado con el
terreno porque había una parte que era muy fangosa. “Cuando alguien se lesiona
se necesitan entre 25 y 30 personas para bajarla. La última vez que pasó nos
avisaron a las 12:40pm, llamamos a un grupo de rescate, llegaron a las 2pm,
mientras nos organizábamos comenzamos a subir a las 3pm, y terminamos bajando a
las 11pm porque es súper complicado, bueno los que han subido han visto”.
Detrás de Marcelino había algunas fotos
con la descripción de la fauna y la flora que podíamos encontrar en el lugar.
Joao preguntó por los animales rastreros y Marcelino nos tranquilizó diciendo
que los pasos humanos ahuyentaban a las serpientes. Nos dijo también que uno de
los animales que podíamos encontrar era la araña azul, que no hacía nada, o a
un roedor de monte. Quedaba claro que a lo que había que temerle era a la
inseguridad, por eso debíamos estar siempre con el grupo. Y la hora de regreso
estaba establecida para las 12pm.
Manuel, nuestro capitán de ruta, nos hizo
la foto en la base del cerro, atravesamos un arco hecho en piedra y comenzamos
el ascenso. El camino era pedregoso y la vegetación de este tramo predominantemente
xerófita: de lado lado más cactus, yaques y cujíes. Este primer sendero estaba bordeado por unos
muros de piedra, tenía algunos tanques hechos de cemento y algunas cabañas para
hacer picnic. Un hilo de agua se filtraba en la tierra y corría sigiloso y zigzagueante
por el terreno de escaso verdor.
Nos adentramos en la montaña y el sendero se
hizo más angosto, así que prácticamente íbamos en fila india, y algunos nos
dividimos, no premeditadamente, en grupos. Nos acompañaba un bosque espinoso y
gris, así que debíamos ir con cuidado porque fácilmente podíamos quedar
enganchados. Poco a poco el camino se convirtió en una subida con piedras
grandes en las que había que hacer un mínimo de escalada para poder treparlas.
Si volteabas podías ver enterita la ciudad.
En esa parte del recorrido apareció un
hombre ligero de equipaje y a toda velocidad. Eva, una compañera de la ruta,
nos explicó que se trataba del señor que había obtenido el cuarto lugar en la
carrera de Los Médanos. Todo un atleta.
La pendiente nos llevó hasta una explanada
denominada “campamento gringo”, ahí recargamos baterías y nos sacamos algunas
fotos con lo que Costanza llamó el árbol de los zapatos. Esto me hizo recordar
que durante todo el camino habíamos encontrado, suelas de zapatos, pantalones y
camisas rasgadas, botellas plásticas y de vidrio, cartón. Muy desagradable y
alarmante por el grado de inconsciencia de algunos visitantes.
A partir de ahí nos adentramos en un túnel
vegetal y comenzó el clima de selva nublada. Había árboles de 10 y 15 metros de
altura, helechos gigantes y muchísima humedad, tanta que una parte del camino
era puro barro. También comenzaron a aparecer las bromelias, el musgo y los
hongos oreja de palo. Me encantó una especie de cueva en medio del camino.
Al final del sendero apareció, imponente,
una pared altísima de roca rojiza. De ella caían gotas de agua. Giancarlo
bromeó y dijo que era el muro de las lágrimas. Me pareció un nombre perfecto.
Me coloqué debajo y deje que las gotas rosaran mi cabeza, mi rostro, mis hombros,
mis brazos. Le pedí a Carlos que me sacara una foto. Lo que venía a
continuación iba a ser una de las experiencias que recordaré por el resto de mi
vida.
Debíamos subir por una grieta de esa roca,
solo ayudados por una cuerda. La superficie era resbalosa por el agua que caía.
Teníamos que impulsarnos con los brazos y ascender porque en ciertos puntos no
había ni una hendidura donde meter el pie. Muchos de nuestro grupo ya iban
bastante adelante, entre esos Alberto, pero yo agradecí infinitamente haberme
quedado atrás con Eva, Greysi, Costanza, Carlos y Giancarlos. Sin ellos no
hubiese podido subir. Giancarlos me dio unos consejos rápidos para el manejo de
la cuerda mientras me alentaba, y Carlos me ayudó con el bolso. Mientras subía
mi corazón se aceleraba y sentía mucho miedo y ganas de llorar. “Confía en ti y
en la cuerda”, gritó Giancarlos, y así lo hice. Cuando subí no lo podía creer.
Atravesamos otro túnel vegetal que hizo
que recordara uno de los senderos de la ruta a la Laguna La Coromoto, en el Parque Nacional Sierra Nevada (Mérida). Humedad,
rocas y a encaramarse. Salimos de esta parte y cambió la vegetación
completamente. Ahora eran palmeras enanas y árboles que si acaso llegaban a
nuestra cintura. Al frente teníamos una roca y sobre ella reposaba la segunda cuerda.
Me ericé.
Para mis compañeros resultó sencillo, para
mi no tanto. Nuevamente Giacarlos me animó y subí.
Parecía que estábamos más cerca de la
cumbre, sin embargo faltaban dos tramos de cuerdas más. En el primero decidí
trepar un árbol, así me ahorraba un pedazo de cuerda; la piedra estaba húmeda
pero igual tuve que subirla con la cuerda. Y la última cuerda no la pude evitar
y la hice íntegra. Seguían los arbustos muy pequeños y una vegetación del tipo enana
pseudoparamera.
Finalmente llegamos a la cumbre y creo que
es primera vez que no saltaba de felicidad. Tenía un montón de sentimientos
encontrados, quizás por las cuerdas. Una viento demasiado fuerte golpeaba
nuestros cuerpos y en ese tambaleo recordé lo mucho que quería hacer esta ruta.
Estaba a 830 msnm y no había cabida para
el desánimo.
Muchos de nuestros compañeros tenían rato
arriba y también había otros grupos, entre estos el del Colegio San Ignacio de
Loyola. Desde este punto se podía observar la Sierra de Falcón, aunque no la
identifiqué.
Caminamos hacia el final, donde había unas
rocas y hacía menos viento. La vista estaba cubierta por las nubes, pero por
momentos la brisa dispersaba la bruma y podíamos apreciar parte de la ciudad. Hasta
en este punto de la montaña encontramos basura. Me prometí hacer de nuevo esta
cumbre pero con bolsas para bajar los desperdicios.
Estaba en el Cerro Santa Ana que fue declarado
Monumento Natural el 14 de junio de 1972 según decreto Nº 1.005. Toda su
inmensidad tiene una superficie de 1900 hectáreas.
De regreso no hacía más que pensar en las
cuerdas. Cuando llegamos a la gran roca rojiza debimos esperar porque el paso
estaba congestionado. Unos jóvenes, asumo que de la zona, estaban muy apurados
y descendieron sin cuerdas, una gran imprudencia. El resto de nosotros fue
bajando poco a poco mientras nuestros compañeros aguardaban abajo para hacernos
una foto y darnos la mano. También estaba un perro que lo apodé "el montañista" porque lo vimos durante casi toda la ruta, estoy segura que si hubiese podido trepar la roca hubiese llegado hasta la cumbre.
A medida que íbamos descendiendo nos
fuimos dispersando y quedaron grupos muy pequeños. Nos dimos cuenta de que la
advertencia del guardaparques no había sido en vano. En un punto de la montaña,
ya entrando a la zona xerófita, unos jóvenes estaban sentados. Afortunadamente
los divisamos y nos quedamos unos metros atrás. Uno de ellos estaba montado en
un árbol y al vernos comenzó a decir en voz alta: “Saca la bicha que tenemos
que hacer el dinero rápido”, etcétera, etcétera. Nos asustamos y decidimos
esperar a varios compañeros que venían más atrás para no atravesar ese trayecto
solos. Ya otro grupo de nosotros estaba bien adelantado. Los jóvenes se
cansaron y se fueron. Unidos los dos grupos, continuamos caminando.
Ya en la base del cerro hicimos las
últimas fotografías y cuando llegamos al puesto de guardaparques denunciamos la
situación. Al parecer los jóvenes no eran delincuentes sino que estaban
“echando broma”, muy pesada, por cierto. Mi recomendación es que siempre tengan
espíritu de equipo, entendiendo que no todos tienen el mismo ritmo. Es mejor
estar unidos que pasar este tipo de sustos.
Caminamos hacia unas mesas que estaban en un
patio de tierra y nos sentamos. Yo no aguanté la tentación y me fui a descansar
en una de las hamacas bajo la sombra de un árbol de cují. Pensaba en la ruta y
en lo dichosa que era por conocer esta parte de Venezuela. Pensaba que la
montaña me ha dado muchas cosas y en ella sigo encontrando las respuestas a
tantas incertidumbres.
Comparto las recomendaciones que nos dio el
CEC para hacer esta ruta es: llevar desayuno, almuerzo y un mínimo de 2 litros
de agua, protector solar, gorro, lentes, guantes, el bastón puede ser
innecesario o algo fastidioso para los tramos con cuerdas. Aunque agrego que es
muy útil para la bajada, igual siempre se puede improvisar con un buen palo que
la naturaleza seguramente proveerá.
Casco
histórico de Coro
El domingo era el último día de la excursión
y estaba destinado para visitar el Centro Histórico de Santa Ana de Coro, declarado
Patrimonio Cultural Mundial, el 9 de diciembre de 1993 por la Unesco, por ser
la ciudad de barro más antigua de Suramérica.
Llegamos a las 10:30am y solo teníamos 30
minutos para conocerlo así que teníamos que aprovechar cada minuto.
Afortunadamente en el puesto de información turística nos encontramos a
Yaudimar Bermúdez, una morena flaquita y súper enérgica, que resultó ser la
mejor guía turística. Nos preguntó sobre el tiempo que disponíamos y armó la
ruta.
Al salir nos encontramos con El Balcón de
los Arcayas, una hermosa casona del siglo XVIII. Dentro de esa casa pudimos
apreciar un caparazón de una tortuga gigante. Yaudimar nos explicó que este
espécimen era familia directa del morrocoy y que habían encontrado otros
fósiles como el del perezoso gigante. También nos mostró una parte del techo de
la casa que estaba hecho de barro y troncos.
En el patio había un árbol de cují muy antiguo, prácticamente desde que
se construyó la casa, Yaudimar nos invitó a tocarlo y a pedir un deseo.
Seguimos caminando y encontramos basura a
nuestro paso, Yaudimar se disculpó. “Esto no debería ser parte del recorrido”. El
día anterior había habido una tormenta de arena que según Yaudimar revolvió
todo. También nos mostró algunas grietas en las paredes de las casas, producto
de las vibraciones que genera una discoteca que “no debería estar cerca de este
lugar”.
No nos detuvimos en La Vela y durante el regreso
escuchamos los cuentos de las grandiosas rutas que ha hecho nuestro compañero Giancarlo,
un argentino de unos sesenta años, que tiene casi toda su vida en Venezuela; o
sobre las tres veces que nuestra compañera Eva hizo el Camino de Santiago.
Definitivamente durante estos tres días además
de conocer nuevos lugares compartimos con gente muy valiosa e inspiradora,
nuestros compañeros de ruta, que hace que no vea como una locura seguir
haciendo mis travesías incluso cuando mis cabellos se tiñan de blanco, porque
para ser viajero y montañista no hay edad, simplemente es necesario estar.
Si leíste hasta aquí te mando un abrazo porque
sé que escribo largo. Solo te tengo una petición (aparte de que agarres tu
bolso y salgas a conocer Venezuela): Por el amor a Dios, a la naturaleza, a tu prójimo o
a eso en que crees, cuando hagas cualquier ruta llévate tu basura.
[i] http://www.venezuelatuya.com/natura/medanos.htm
[ii] http://www.explorandorutas.com/adicora_el_supi.html
[iii]
Ídem.
[iv] http://www.venelogia.com/archivos/8241/
[v] http://www.eljoropo.com/site/el-lagrimear-de-las-cumaraguas-estado-falcon/
[vi] http://www.tuplaya.com/paginasfalcon/cabosanroman360/cabosanroman360.htm
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