̶ ¡Salió el sol señora Natividad! ̶ se escuchó el grito de una mujer en la Plaza Bolívar del pueblo de Los Nevados. La mañana había estado muy fría pero al fin el gris del cielo se abría para darle paso a la luz.
Llegamos a este pueblo enclavado en las montañas, el día
anterior. Primero agarramos el teleférico de Mérida hasta la estación Loma
Redonda, que es la cuarta de este sistema y se encuentra a 4045 msnm, y luego
caminamos casi seis horas (los arrieros hacen cuatro horas) entre senderos de
tierra, piedras, puentes, rodeados de montañas y frailejones.
No fue fácil. La ruta de ida hasta Los Nevados es puro
descenso y las rodillas quedan molidas. Pese a que íbamos muy relajados e
hicimos algunas paradas para comer y contemplar nos ocurrieron varios eventos.
A Imoik, de siete años, le dio una pálida faltando como una hora para llegar. Hadit
estaba agotada. Ignacio ayudó a cargar el morral de Yhonny, que llevaba a Imoik
en los hombros. Y cuando Ignacio no pudo más, yo llevé el bolso Yhonny, que era mucho
más pesado que el mío.
Antes de llegar a Los Nevados comenzó a atardecer y esos
colores que aparecieron en el cielo nos reconfortaron el alma. Aquello era un
espectáculo de un pintor: morados, azules, blancos, naranjas. Las montañas se
volvieron más verde intenso. A lo lejos las pequeñas casas de las aldeas
empezaban a encender sus luces.
Llegó la noche. “¿Cuánto falta para Los Nevados?”, le
preguntamos a un poblador. “15 minutos”, nos respondió. (Siempre que te digan
eso multiplícalo por tres).
Seguimos caminando y nos encontramos a un señor de
Mucunután que había puesto las tejas en la casa de la mamá de Yhonny, se
reconocieron en la oscuridad, y ahí estuvimos hablando un rato con este experto
en machimbrado,
que se crió en Los Nevados, recorrió toda la montaña con su papá durmiendo
donde los agarrara la noche, y ahora vivía un mes en este pueblo porque tiene
una casita, y el resto del tiempo sembraba en Mucunután. A medida que
transcurría su historia iban apareciendo las estrellas en el cielo: “Deja que
lo vea a las dos de la mañana, en el cielo no cabe una estrella más. Todo queda
llenito”. Y justo en la última cuesta hacia el pueblo apareció un arriero, era
Evio con sus mulas: “Vengan para darle la colita y la bienvenida a Los
Nevados”. Imoik ni lo pensó. Los demás bajamos caminando en la oscuridad de la
noche y nos encontramos con una Plaza Bolívar iluminada. Todos sabían que
veníamos. Los arrieros habían corrido la noticia. Por eso Josefa, la encargada
de la posada Jerez, ya nos tenía la cena lista: pizca andina, arepitas de
trigo, queso ahumado y guarapo de papelón.
Conocernos
El sonido del agua en
la tubería, el bramido de la vaca, el canto de los pájaros, la llovizna
abalanzándose sobre las hojas de los árboles, el ronroneo de las motos, la lana
de las cobijas, el hilo de luz entrando por la ventana, el baño con agua fría
porque no había gas para el calentador, el cuerpo generando calor rápidamente,
la panza llena por la pizca andina de la noche anterior. Estaba amaneciendo en
Los Nevados.
Luego del desayuno Josefa nos contó que el dueño de la
posada había muerto varios meses atrás de Cirrosis. “Se puso flaquito, luego
comenzó a vomitar sangre, no duró ni una semana”. Casi todos los hermanos
habían muerto a los 70 años, decía impresionada, el señor Jerez tenía el
record: 74 años. Ahora Josefa ayuda a uno de los hijos del señor Jerez a
mantener el lugar. Ella es del Pueblo Nuevo del Sur, cerca de Lagunillas, y
tiene siete años en Los Nevados.
Imoik tenía una lista de las cosas que quería conocer: la
escuela, la iglesia, el molino. Así que lo primero que visitamos fue la
escuelita, pero no habían asistido tantos estudiantes porque el tiempo estaba
muy frío y era la primera semana de clases. Muchos niños caminan desde las
aldeas hasta acá (la más cercana está como a una hora y media en mula)
Conversamos con un señor que estaba en el lugar y nos contó que en la escuela
hay clases hasta bachillerato.
Cerca de la escuela había una casa que tenía un pupitre
al frente, nos acercamos y resultó ser un maternal. Y como Imoik quería saludar
a los niños tocamos la puerta y nos atendió una muchacha. “Aprovechen la tranquilidad.
Ustedes vienen de la ciudad y es lo que más disfrutarán aquí”, nos dijo. Una de
las niñas se reía y se escondía cada vez que nos miraba.
Almorzamos y me encontré que al Niño de la Cuchilla justo cuando bajaba al cuarto (pero ese es otro cuento). Por la tarde fuimos a conocer el molino. Para llegar
caminamos como treinta minutos, estaba “más allá del cementerio”. Unos
muchachos que estaban recogiendo papas nos terminaron de ayudar a llegar, pero
estaba cerrado. En el lugar conocimos a Pedro, el antiguo molinero, que no nos
habló de sus años en el molino y de su salida “porque el agua le enfriaba las
piernas”, sino que comenzó a echar cuentos de cuando trabajaba en haciendas.
Esas historias de hace bastante tiempo contadas como si estuviesen ocurriendo
ahora, y que para comprenderlas necesitarías mínimo estar un mes para asomarte
en la profundidad de su relato. En todo caso fue hermoso que nos recibiera en
su casa y nos llenara de cuentos.
Desde el patio de la
casa de Pedro se veía cómo una nube de pájaros negros danzaba con las
corrientes de aire. Se abrían y cerraban como persianas y en cada giro que
hacían desaparecían por un segundo. La bandada se aproximó a una siembra trigo
y ya no los vimos más, parecía que el cereal se los hubiese tragado y era al
revés, los pájaros se habían sumergido entre las espigas para alimentarse.
Con nosotros también estaba una pareja joven de
colombianos que habían llegado en jeep hasta el pueblo, y los invitamos a
caminar con nosotros. Tenían 20 días viajando por Venezuela. Siempre habían
querido conocer nuestro país y pese a las múltiples advertencias de sus
conocidos se lanzaron a la aventura. No les había ido mal por estas tierras.
Al atardecer
compartimos con unos artesanos que solo habían vendido 5 piezas en lo que iba de
mes. Nos dijeron que en diciembre les afectó mucho lo de la gasolina, y nos
actualizaron de lo que había pasado justo ese día en El Palmarito: “Hombres
armados se llevaron 300 reses”.
La crisis política, económica y social también afecta a
estos lugares, pero no sé si al estar entre montañas uno lo cuenta, lo vive, o
lo asume diferente. No soy quién para decir cómo la gente de Los Nevados
experimenta lo que está pasando en el país, no estuve tantos días para verlo.
Solo digo que al menos me siento mucho mejor en el campo que en la ciudad.
Ahora el ejercicio sería cómo ser autosustentable en este medio, especialmente
para las personas que hemos crecido en contextos urbanos.
En Los Nevados vimos muchos sembradíos, yo pude
identificar papa y trigo, no soy muy buena nombrando las plantas. Pero la gente
está produciendo sus alimentos. Alguien nos contaba que ellos bajan una vez al
mes a Mérida. Les pregunté por las cosas que no pueden producir, lo que buscan
cuando salen de esta montaña: papelón, sal, aceite, azúcar, harina de maíz,
detergente. De hecho aquella tarde había llegado una muchacha a la posada para
vendernos medio kilo de trigo para completar el dinero y comprar una panela, que en ese
momento costaba 120 mil bolívares. Supongo que el tema de los fertilizantes es
algo similar.
Esa noche el cielo se llenó de estrellas lentamente, al
compás de un alfiler que perfora una tela oscura que oculta la luz. Cenamos y
conversamos con nuestros compañeros colombianos, tratando de entender lo que sucede
en nuestros países, y compartiendo todo lo bueno (y las embarradas políticas) que tiene cada uno. La velada estaba muy fría y creo que la única
que no lo sentía era Josefa, que siempre cena en el calorcito de la cocina.
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A la mañana siguiente
Ignacio y yo salimos más temprano porque nos iríamos caminando. Nuestros amigos
lo harían en mulas y también vivirían su aventura. Mientras caminaba fijaba el
recorrido en mi memoria para no olvidarlo. Pensamos en los arrieros que lo
hacen todos los días. Ellos están organizados en una cooperativa para trabajar
con las mulas allá arriba en la estación Loma Redonda, donde hacen paseos y
también trasladan gente hasta el pueblo de Los Nevados. Cada día van arrieros
de una aldea distinta. Cobran 40 mil bolívares por la mula y 40 mil por el
arriero.
Sobre eso hablamos…
un arriero cobra lo mismo que una mula. Pensamos en la humildad que eso
implica. Mi trabajo es tan importante como el trabajo de la bestia. Yo la guío
pero ella lleva el peso. Todavía lo estoy procesando. Quizás deba preguntarles
cómo ellos ven esto.
También miré una casa muy bonita hecha de tierra que me
encantó cuando íbamos de regreso. Me repetía que quería vivir ahí. Así que mi
impresión fue cuando al regreso me percaté que en el espacio entre la ventana y
el techo decía en letras grandes: PAZ Y BIEN. No lo había visto en el recorrido
de ida. Pensé en los capuchinos y en su saludo, en San Francisco de Asís, en la
primera vez que los conocí y en que todo ha estado muy ligado a los pueblos
indígenas. Para mí fue una señal.
Esta vez el regreso lo hicimos en cinco horas. Todo el
trayecto fue en subida (me gustan más que las bajadas). La cuesta más dura fue
la que está luego del primer puente, porque el terreno es muy pedregoso. Lo
otro fue que me asusté con un toro, siempre es lo mismo (toros y perros
bravos). Hicimos dos paradas en los mismos lugares del día que bajamos a Los
Nevados: una explanada hermosa donde se ven todas las montañas; y un pequeño
plano con frailejones, piedras y un riachuelo que lo atraviesa.
Llegué al Alto de la Cruz sola y el frío del primer día lo sentí cálido. Es que el cuerpo y la mente son sabios. Estar ahí montada me dio fuerzas: “Cuando la montaña no nos enseña algo, nos refresca lo aprendido”, pensé de nuevo en las palabras de uno de los compañeros del Centro Excursionista Caracas.
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