sábado, 29 de septiembre de 2018

Rafaela (II)




Recordar vuelve el tiempo sagrado.
Kux loq´olaj ri qíj rumal ri na´tajisanem
(Rosa Chávez)

En septiembre te me moriste 30 veces, te enterré 30 veces. Los 18 años que viví contigo me atravesaron como relámpagos, segundos luminosos en medio de la oscuridad, pero yo me siento trueno y susto. Estoy triste. Un sueño me lo dijo y me volvió a enlutar. Ahora cualquier despedida es una excusa para llorar: el feminicidio de Mayell; un supuesto felino que se extinguió, aunque no me gusten los felinos; el párrafo suprimido del artículo porque si no arriesgo a la gente; el cabello que se sigue cayendo; otro pedazo de piel que dejé en las raíces de los árboles mientras corría; mi hermano diciendo “que mala suerte tenemos”; las veces que dijiste que querías viajar a ver a tus hermanos y nunca pudiste.

Ahora tengo una borrachera de pérdidas.


El sueño me dijo que debía quedarme tranquila, descansar, ir hacia dentro de mí misma. Eso trato.

El 28 de septiembre llovió tanto que nuevamente recordé que tenías la mala costumbre de comer en una olla.

¡Tráeme la chícura! — te escuché en medio de tanta agua. Luego procediste a abrir el hueco en la tierra para sembrar, al frente de la casa, donde tenías un jardín grande, enmatorrado, en el que esperábamos que la dama de noche se abriera para darnos su olor; en el que ponías el frasco de mayonesa con cristales de sábila adentro, siete días al sereno, para curarnos la gripe; en el que mandabas a buscar orégano para echarle a tus guisos o a tumbar las naranjas para hacer el jugo; en el que Maylis revivió al colibrí herido; en el que jugábamos pisé (rayuela); en el que botaste a Horry; en el que le lanzamos piedras a Mita. El mismo que una vez incendiamos cuando metimos una luz de bengala dentro de una botella de cerveza.

Lluvia.

¡Parecen cochinos cuando ven lluvia! — nos gritaste porque siempre que llovía nos gustaba correr, mojarnos, aquello era una descarga, la represión se diluía en una charca.

¡Ay! ¡Corran! Viene agua. Recojan la ropa— te escuché de nuevo y en el acto fuimos hasta alcanzar las cuerdas que nos ganaban en tamaño y los bachacos se pegaron nuevamente a la ropa y a nuestros pechos.

Llueve y la señal del televisor se va y no podemos salir a mover la antena y solo vemos grumos grises, negros, blancos. Llueve y se va la luz en Mariches y todos nos sentamos en círculo a escuchar tus historias. “¡Muchacho, ooo! No juegues con la sombra”, nos adviertes cuando alguno comienza a hacer figuras en la pared. Llueve, entran las mariposas oscuras a la casa: “¡No las maten!, eso es que viene visita”. Llueve, el murciélago se resguarda en el baño (a él si lo apalean por la mañana). Llueve y huele a lámpara de kerosene, a vela, a tierra, a cemento, a duendes, a muerto.  Llueve y el aguijón del alacrán, oculto en la muñeca, me da directo en la cadera. Llueve, me caigo por las escaleras, me parto el labio, acto de rebeldía para decirle a mi madre que todo el pescado que comió no bastó para no llevar la cicatriz del labio leporino de mi abuelo, de mi padre.

Me pierdo en los recuerdos.

La noche me sacude.

Tengo miedo de despertar espantándome las moscas.

***
Abuela, cuando comenzaste a decir adiós, la tierra que te parió tembló: Irapa. 7.0.

Insuficiencia cardiaca global. Cardiopatía mixta dilatada. Hipertensión arterial sistémica. Diabetes mellitus. Tres de la mañana. Tu acta de defunción envuelta en un pañuelo de animal print. Así eras. Si hubiese sido por ti nunca te morías.
Termina septiembre y no fui a ninguna de tus misas, no quiero.

No hay sosiego, esta cicatriz es un camino de tierra, la perpetua perforación del corazón.

Cada tanto me desato el llanto antiguo que me acompaña.

Los duelos son así, no terminamos de decir adiós nunca.








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