Caracas, martes
24 de marzo de 2020
(Sub-diario de una cuarentena por la pandemia de Coronavirus en Venezuela, día 9, #diariosdeencierro)
¿Cómo iba a saber dónde
poner mi escritorio el primer día que llegué a esta casa de pájaros? Hasta los
perros necesitan oler primero el espacio para reconocerlo. Transcurrieron cinco
días para poder sentir dónde colocar el hogar de mi escritura. Moví la mesa,
puse una silla, traje dos mesitas más y abrí la maleta: saqué mis diarios, los
cuadernos de viajes, las libretas de apuntes, los libros, las fotos, la cámara,
el grabador, la computadora. También mi caja de materiales con marcadores,
post-it, sacapuntas, tijeras, colores, engrapadora, lápices, recortes. Me hice
dos espacios, uno donde escribo y otro donde esperan los recuerdos y la
literatura para ser tomados. Soy todo y deseo integrarlo.
Durante este encierro
me he relacionado más con las guacamayas. El niño que está frente a mi balcón
también. Un día mientras caía la tarde comenzó a cantar: “Guacamaya,
guacamaya”. Quise hacerle una foto pero me detuve y solo disfruté de aquella
alegría. Lo saludé con mi mano y me devolvió un saludo tímido. Aquel día las
nubes cubrieron toda la montaña y solo pude mirar su base azul. Todo lo que
está ocurriendo, esta pandemia, tiene que ver con la alteración de los ciclos.
Hoy lo único armónico, y tal vez me equivoque, son los amaneceres y los
atardeceres. El transcurrir es caos. Veo las guacamayas y también me parecen
armónicas, aunque hayan llegado a esta ciudad porque las arrancaron de sus
territorios y algunas personas las alimenten con carbohidratos. Estamos en la
búsqueda constante de la armonía.
Sin duda, lo que más
extraño, es ir todos los días a correr en el parque y mis domingos en la
montaña. Esto formada parte de mi rutina y al no tenerlo he tenido que volver a
prácticas físicas que tenía mucho tiempo sin hacer. He tenido que empezar a
comprender que, aunque no me ponga los zapatos para ir a trotar, yo soy mi
estructura y siempre debo volver a ella.
Esta semana hemos
salido dos veces al mercado. Trato de concentrarme en el placer que me da el
movimiento de mi cuerpo durante la caminata. Miro los arboles erguidos por toda
la avenida y las guacamayas que juegan a quedarse pegadas de las paredes de ladrillos,
con su pico y patas. Agradezco poder tener los medios para comprar algo de
comida.
En el mercado veo a ancianos
solos y cansados que le tiemblan las manos para pagar y meter los productos en
las bolsas. En la avenida veo a dos jóvenes con tapabocas hurgando en la
basura. La misma injusticia de siempre. ¡Quédate en casa! ¿Y los que no tienen
casa? Veo a un ciclista o a un corredor y me provoca salir tras ellos. Me
contengo.
Regresamos a casa y el
mismo procedimiento: quitarse la ropa y el tapabocas, ponerlos al sol, lavarse
las manos, bañarnos, hacer gárgaras con sal.
Muchos días son
extraños y no puedo concentrarme, me fustigo diciendo que no hice tal o cual
cosa; me preocupo sabiendo que este aislamiento es vivido en la mayor parte del
país de las maneras más precarias: sin un plan diferencial étnico, sin agua,
sin alimentos, sin acceso a la salud, sin combustible, sin electricidad; me da
ansiedad mirar que muchas de mis certezas para las próximas semanas quedaron
suspendidas en el tiempo. La vida me está poniendo la incertidumbre para que la
tome.
Si tan solo me diera
permiso para vivir todo esto más tranquila no estaría tan cansada. Reír,
cocinar, escribir, recortar figuras, ejercitarme, darme tiempo para el placer
aun en las condiciones más adversas. Me pregunto si dentro de una pandemia
puedo intentar una existencia más fluida.
#CuarentenaCoronavirusVenezuela #Día9
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