Sentada en la mesa le escribo cartas a mi madre. Me refugio en el lenguaje. Escribo instrucciones para los hijos cuyas madres han muerto en casa, escribo sobre el balbuceo de la voz muerta en la garganta, escribo sobre ese estado tortuoso entre el aquí y el allá cuando no estás vivo ni muerto, escribo sobre el orine que lo fermenta todo. Me convenzo de la medicina que contienen estos recuerdos. Tengo un monólogo con los días y las noches.
No releo. Aún le temo al agua empozada que se dejó fluir para no podrirse. Comparto poco. Ya habrá tiempo de extender sobre la arena estos mensajes de agua. Tengo pánico del duelo, pero sigo sin recordar desde cuándo no he estado enlutada. Si antes de morirte yo vivía tu entierro.
Muchas veces me desespero. No me reconozco en estas escamas que aletean en las profundidades tras una mujer que corre, solo cubierta por una manta, detrás del que van a crucificar.
He notado que mi pulso es más lento, ¿será todo lo azul que circula por mis ramas secas? Poco a poco la muerte envuelve mi existencia. Sin mi madre, sin mi abuela y con un linaje femenino tenso, como una cuerda a punto de desflorarse, me pregunto a quién recurriré para seguir escribiendo estas memorias.
Me pregunto.
Y las palabras revientan en mis dedos como pequeños ríos. Pido que no se detengan. Tengo que cruzar el abismo para volver a ver a mi madre, y solo puedo contar con ellas, las palabras, para transitar bocas, piernas, huesos, la locura que se prendó de su existencia. Necesito descifrar esta ánima fluvial sin desvanecerme.
Mi madre se
va
pero su
cuerpo está ahí
quieto
mirándome
con sus ojos de vaca
como si se
trataran de un paisaje
que debo
atravesar
para soplar
sobre su herida
para volverlo a intentar
por última vez.
*
La foto la tomé en la Ruta de los Hospitales, Asturias
(España) cuando estábamos haciendo el Camino de Santiago, en agosto de 2017. Cientos
de telarañas sostenían las gotas de agua.
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