La
ruta para celebrar mis 30 fue una travesía bendecida por Dios. Ese 29 de agosto
transcurrió en una caminata de casi nueve horas (ida y vuelta) hacia la laguna
más grande de los Andes venezolanos, la laguna de Santo Cristo, ubicada en el
Parque Nacional Sierra Nevada, Mérida. Para acceder a este lugar llegamos hasta
Gavidia (3350 msnm) y seguimos hasta el Alto de Santo Cristo (4200 msnm), en un
recorrido de arbustos y frailejones. Las personas que conocimos hicieron más
mágica esta fecha, sin duda un día para agradecer el don de la vida
Mis 30 comenzaron a las 4:25 am cuando
sonó el despertador. Un beso me terminó de despertar y me lanzó directo a la
ducha. Desde la ventana del baño se veía cómo la oscuridad aun cubría las montañas
de Mucunután, un pueblito cerca de Tabay donde viven nuestros amigos. Carlos y
yo calentamos café mientras esperábamos que Yhonny bajara, el sería quien nos
llevaría hasta Mucuchíes, aprovechando que todos los lunes va a buscar restos
de carne para sus perros en un matadero que queda en el mismo pueblo.
En Mucuchíes se agarran
los carritos para Gavidia, pueblo desde donde arranca la travesía hasta la
Laguna de Santo Cristo. Carlos y yo no sabíamos a qué hora salían los jeep, no
teníamos posada en Gavidia y tampoco un guía que nos indicara el recorrido. Con
este pronóstico igual decidimos aventurarnos, fluir con lo que fuese marcando
el día.
Arrancamos de Mucunután
como a las 5:30 am. En el cielo estaba mi luna favorita (cuarto menguante) como
una sonrisa brillante en un telón negro. El frío se metía por la ventana en la medida
en que nos adentrábamos en la carretera zigzagueante del páramo andino aun en
reposo. La carretera estaba despejada, los negocios cerrados. Poco a poco el
verde de las montañas comenzó a cobrar vida, eran las 6:20 am y el sol
comenzaba a salir. Unos minutos después llegamos a Mucuchíes. Nos despedimos de
Yhonny y arrancó la aventura.
Primera bendición:
besos, lunes y Yhonny nos lleva.
***
Mucuchíes aún estaba dormido. El repique
de las campanas de la Iglesia retumbaba en las calles frías y solitarias. Solo
encontramos a una señora caminando por uno de los callejones. Luego pasó un bus
con las puertas cerradas y el copiloto lanzó un bostezo por la ventana. La
brisa helada entumecía nuestros cuerpos. Carlos y yo caminamos más rápido para
buscar un refugio y solo encontramos un café abierto, aunque mi insistencia
hizo que primero fuésemos a ver si estaban los buses hacia Gavidia, lugar desde
donde iniciaba la ruta a la Laguna de Santo Cristo. Obviamente no había ni un
jeep, solo un señor que estaba detrás de un teléfono público, protegiéndose del
frío, y cuando le preguntamos por los carritos nos dijo con cara de susto: “No
sé, no soy de aquí”.
Entramos
al café La Pancha donde solo había tres personas. Me llamó la atención un
pequeño altar con un Simón Bolívar, unos vasos plásticos con monedas, un Cristo
y un calendario de madera que decía 29 de agosto. También algunas pinturas de
caballos. En el televisor tenían sintonizado el noticiero del día, recuerdo que
uno de los titulares era de un homicidio quíntuple, mi primera noticia de los
30. Pedimos un café con leche y unos pastelitos de queso que estaban
deliciosos, mi primera comida de los treinta, y así todo lo que hacía para mí
era mi primera vez. Treinta: 3 + 0 = 3. En numerología el 3 representa la
triada de la santísima trinidad, Dios en su expresión total de armonía y
equilibrio entre el antagonismo y la dualidad (un dato que volaba en el
ambiente).
De vez en vez me
asomaba para ver si había llegado algún jeep. Pronto comenzaron a llegar
algunos mensajes de felicitación, mi mejor amiga Naibelys desde Portugal, el
señor Edmundo desde Caracas (por cierto el primerito que me llamó) y así… El
café y el abrazo nos daban el calorcito necesario.
Nos
paramos al frente de la parada, justo donde llegaba el único rayo de sol. Al
lado estaba la sede del CDI Indio Tinjaca y entré un rato para curiosear. Estaba
el mismo señor del teléfono.
—¿Van a Gavidia? ¿Eso
es detrás de la montaña?
—Si— le respondí.
Peló los ojos y
nuevamente puso cara de susto.
A las 7:15 am el cielo
de Mucuchíes ya estaba despejado y el pueblo completamente despierto. Pasaban
buses que iban desde Mérida a Barinas, camiones llenos de hortalizas, la gente
caminaba por las calles, y Carlos y yo aun en la parada.
El señor del teléfono
se acercó. Llevaba un pantalón caqui, suéter gris desabotonado y zapatos
marrones. Nunca descifré el color de sus ojos, entre verdes y azules.
—¿Dónde es Gavidia?
Tienen que tener cuidado porque ahí el agua se cuaja— y agregó— Aquí la gente
se conserva más, vive más, porque no suda—soltó una carcajada.
Nos contó que era de
Pueblo Llano pero que vivía en Timotes. Que en Gavidia hacían una papa negra,
pero que ahora a los alimentos le ponían muchos químicos y no sabían a nada. Que
le hacía falta un perro para correr porque eso ayudaba al corazón, y que ahora
vivía en un apartamento y por eso no podía tenerlo “si acaso un gato”. Le preguntó a Carlos si era extranjero, ¿por
los pelos amarillos?, le pregunté y soltó otra carcajada. “Mire esta boca de
africano”, bromeó Carlos, y el señor comenzó a reírse. “Parecen de Barquisimeto
o de Caracas. Caracas es grande, tengo un hermano que tiene como 50 años
viviendo allá y no la conoce”. Y luego comenzó a hablarnos de los encantos:
“Los páramos son
encantadores. Tienen seres que lo pierden a uno. Los encantos, esos si son
jodidos. Un día se me perdió una res en Pueblo Llano. Tenía una semana perdida
y la fui a buscar con mi hermano. Llegamos a un valle lleno de ganado y dijimos
que tal vez estaba ahí. Bajamos y no había nada. Nos costó salir y encontrar el
camino”.
También nos recomendó no
aceptarle comida a los encantos: “Ellos te ponen todo bonito. Un señor llegó a
una quinta con comida, bebida, baile y luego cuando todo pasó eran palitos de
frailejones y bosta de ganado. Menos mal que no comió. También pueden ser como
una dama hermosa, conversar con ella y luego te pierde. En Los Llanos es peor,
hay cosas más malas”.
Segunda bendición:
conocer a un experto en encantos.
***
8:02 am. Llegó un jeep. Me acerqué a
preguntarle si iba para Gavidia y me dijo que si, que salía con mínimo cuatro
personas. Carlos lo vio a lo lejos y se dio cuenta que era el señor Rómulo, el
mismo que nos había llevado a Gavidia en enero de este año, cuando también
queríamos hacer la ruta hacia la laguna pero no habíamos encontrado hospedaje. El
mismo que tenía una posada en Gavidia. La tercera bendición estaba empezando a
cobrar fuerza.
—Vámonos—
nos dijo.
Y solo éramos Carlos y
yo.
El
señor Rómulo había venido full desde Gavidia porque mucha gente trabaja en
Mucuchíes. Arrancamos, y solo bastaron unos cuantos metros para que el jeep comenzara
a llenarse. Justo antes de salir del pueblo un chamo paró el jeep. Se montó y
comenzó a hablar con Rómulo. Resulta que iba a la Laguna de Santo Cristo.
Carlos y yo nos miramos sorprendidos.
—Yo
tuve veces en que hacía la ruta dos veces al día— dijo Rómulo.
—Yo
la he hecho tres veces pero nunca he llegado. En la primera me perdí, y en las
otras dos me llovió. A mí me gusta la montaña, me apasiona, quiero ser guía,
hay tantas rutas por hacer. Me dijeron que aquí en Mérida hay como 70 picos de
más de 4000 msnm— respondió el muchacho.
—Voluntad y recursos—aconsejó
Rómulo.
Durante todo el
trayecto también conversamos sobre la fiesta de San Benito, sobre la ruta
socialista de Gavidia que tiene varios meses sin funcionar por falta de repuestos
para el carro, “estrategia desechable, le dan el carro y ya, él debe cobrar
barato y si se daña se para, no hay dinero”, dijo Rómulo, quien es uno de los
pocos que hace traslados, de hecho hay días en que es el único en toda la ruta
Gavidia-Mucuchíes. Hablamos sobre Roraima, recordé a mis compañeros de Cecobio
que justamente estaban haciendo esa ruta; y sobre la formación que Rómulo recibió
de la Fundación
Programa Andes Tropicales. Todos nos daban consejos para la ruta y una
señora que se bajó antes nos echó la bendición.
El muchacho resultó
llamarse Javier y como un designio de Dios en esos 30 minutos de recorrido
hasta Gavidia se convirtió en nuestro futuro guía para la Laguna de Santo
Cristo, después de todo él iba solo a entrenar para una carrera y a ver si
finalmente podía llegar a esta laguna encantada. Ahora lo intentaríamos los
tres. Y mientras nos adentrábamos en ese hilo de asfalto en medio de las
montañas, que luego se convertían en basílicas rocosas, morenas, lloronas; la
tercera bendición se había materializado: un techo a donde llegar al finalizar
la ruta y un guía.
Pasamos el cañón de Saguez,
que significa pozo profundo con remolino, y vimos las primeras casas de Gavidia.
***
Nos bajamos rápido y dejamos nuestros
bolsos.
—
¿Llevan gorra? Usen bastante protector. ¡No regresen tan tarde!— nos gritó la
señora Rosalía, esposa de Rómulo desde la puerta de la Mucuposada Michicaba.
Por
recomendación de Javier, el señor Rómulo nos llevó en jeep hasta Las Piñuelas
(ascenso por toda la Quebrada de Las Piñuelas), un pueblito que queda más
arriba de Gavidia (que ya está a 3350 msnm, justo la
altura de la Laguna La Coromoto); y que nos ahorraba casi una hora de
camino por asfalto.
Pronto
los pocos metros de concreto se convirtieron en tierra, piedras, hierba e hilos
de agua. Nos detuvimos frente a unas morrenas y Javier comenzó a escalar. Carlos
y yo nos miramos y tomamos un poco de agua. Estaba segura que no era el camino
regular sino una ruta para recortar trayecto. Comenzamos a seguirlo pero yo me
petrifiqué, estaba demasiado asustada por lo inclinado, pura roca. Carlos
continúo y desde arriba me dijo: “Hazlo por donde te sientas más segura”. Y así
como tantas veces en la vida seguí mi camino, la alternativa, lo diferente
cuando un camino no me da la confianza necesaria. Me tomé mi tiempo.
Luego
de algunos mallugones, unas espinitas clavadas en las palmas de mis manos y un
corazón que casi se sale de mi pecho, logré ascender por un lugar que sigo considerando
una imprudencia que nos ahorró tiempo, pero que nos puso en riesgo, al menos a
Carlos y a mí, porque Javier voló. Desde la cima vimos Las Piñuelas y más atrás
Gavidia. Un mosaico de casitas, ganado, cultivos y ríos. Un horizonte de
montañas.
Seguimos
caminando por un sendero que del lado izquierdo tenía un valle con un río y un
paisaje dominado por arbustales densos, frailejones y grandes montañas. Javier
iba corriendo, por su entrenamiento, y nosotros atrás. Luego de varios minutos
nos paramos en una roca desde donde se veía el Alto de Santo Cristo, la parte
más alta de la ruta con 4200 msnm.
A
partir de la roca comenzamos a descender para llegar a una planicie inmensa
donde saltamos algunos riachuelos y vimos como tres lagunas pequeñas. Una
subida de piedras nos iba acercando hasta el Alto de Santo Cristo que estaba
custodiado por frailejones gigantes, seres legendarios que crecen un centímetro
al año, pero que en esta ocasión medían mi estatura (1,53 metros) y hasta más…
O sea que tenían más de 153 años ahí de pie.
Llegamos al Alto. Un muro de piedras con pequeños mojones de piedras más pequeñas colocados en toda la estructura natural. Desde ese punto se veía la cumbre nevada del Pico Humboldt. Las nubes iban y venían como un telón blanco que se cierra y se abre. Comimos chocolate mientras veíamos aquel espectáculo.
Desde
aquí comenzamos a bajar por un sendero amplio de arena muy fina que nos hacía
resbalar, al fondo se veía otra laguna…Y cuando dudamos del camino apareció un
campesino montado en un caballo con un becerrito que traía en la parte de
adelante y otro caballo atrás, que iba amarrado al suyo. Nos indicó que íbamos
bien y que faltaban como veinte minutos (obviamente en el tiempo de él)
En
la laguna encontramos a un joven que esperaba que su becerro tomara agua, le
pedí una fotografía.
Lo
que sigue es la intuición en un camino marcado de frailejones, piedras que
parecían cadillos grises en medio de la vegetación, e hilos agua que hacían que
parte del sendero fuese una trampa de tierra oscura y húmeda, y que nos
obligaban a buscar la firmeza saltando de piedra en piedra.
Luego
de un riachuelo y una especie de entrada hecha por rocas, como si fuesen los
límites de una fortaleza, aparecieron las flores rosadas y amarillas. Ya en
este punto Javier nos había dejado el pelero.
Yo iba más atrás que
Carlos, que parecía puntito rojo en medio de tanta inmensidad. De a ratos se
quedaba contemplando las montañas, con sus manos puestas en los tirantes del
bolso, relajado, simplemente me transmitía paz.
Y de pronto ahí, luego
de más de tres horas caminando y de cinco lagunas, apareció frente a nuestros
ojos el mayor cuerpo de agua glaciar de la región, enclavado en lo más alto del
Parque Nacional Sierra Nevada, la laguna de Santo Cristo. Descendimos por un
paisaje de cuento y comenzamos a subir hacia donde estaba Javier, que había
encontrado un buen punto para contemplar esta laguna que fue declarada Patrimonio
Cultural. Nuestra cuarta bendición del día: el camino a la laguna.
***
La laguna de Santo Cristo está ubicada a
3900 msnm y es la laguna de montaña más grande de Venezuela. Presenta un espejo
de agua de 44 hectáreas, una longitud de más de 1,5 km, y un ancho de 700
metros.
Compartimos el almuerzo
contemplándola. Javier se fue rápido y nos dejó casi un kilo de cambur y mandarinas.
Luego de comer, Carlos y yo nos quedamos ahí abrazados, agradeciendo tanta
majestuosidad: en un primer plano se ve anchísima, luego a medida que alzábamos
la mirada, el cuerpo de agua se va haciendo más estrecho hasta perderse. Toda
la laguna está bordeada por un bosque de coloraditos, un árbol típico de la
zona. Recordamos que Rómulo nos contó que para darle la vuelta completa se debían
invertir cuatro horas y que un día él había venido con Carlos Coste, un venezolano
practicante de buceo en apnea y poseedor de varios récords, quien se sumergió
para medir el fondo de la laguna y nunca lo encontró.
En medio de las reminiscencias, una gran bruma gris comenzó a venir desde la parte más lejana de la laguna, aquella neblina hizo una especie de manto que cubrió el espejo de agua hasta llegar a nosotros. Sentimos el viento glaciar sobre nuestros cuerpos, una caricia gélida sobre nuestros rostros.
A las 2 pm era hora de
regresar, aunque nos queríamos quedar. Así que les aconsejo que cuando hagan
esta ruta lleven su carpa, un día durmiendo aquí relajados debe ser otro nivel.
Antes de partir formé el número 30 con unas piedritas blancas que encontré y tomamos
un montón fotos.
Bajando de la colina un
toro negro apareció en la escena y nos asustó un poco. Caminamos en silencio y
bordeamos toda la zona para que no nos detectara. Afortunadamente salimos
airosos, aunque luego un señor nos diría que son mansos. El regreso fue
tranquilo, nos confundimos en una que otra parte pero ya teníamos marcada la
ruta.
Justo antes de llegar
al Alto de Santo Cristo (ascender nuevamente a los 4200 msnm) me sentí un poco
mal, tenía dolor de cabeza e iba más lento. Carlos también sintió el cambio en
su cuerpo. Lo mejor en estos casos es tomar suficiente agua e ir a un ritmo
lento, les aseguro que poco a poco uno se va recuperando. También comimos chocolate
Nuevamente en el Alto
nos sentamos diez minutos para descansar. Aproveché para que Carlos me hiciera
unas fotos con los frailejones gigantes y continuamos nuestro camino, haciendo
algunas paradas para recoger agua.
A medida que
avanzábamos la tarde iba cayendo y nuestro paso se aceleraba porque queríamos
llegar aun con la luz del día. La vuelta fue una especie de retiro espiritual
para cada uno, que iba en silencio y a su ritmo.
Y como no íbamos a bajar por las morrenas malignas, tuvimos que caminar un poco más para llegar a las primeras casas de Las Piñuelas. A partir de ahí un perrito se nos pegó al paso.
El pueblo parecía
fantasma. Ya eran las 6:30 pm y el frío hacía que la gente permaneciera
encerrada en sus casas. Poco a poco comenzaron a aparecer los paisajes de Gavidia,
el pueblito que conocí con mi grupo de teatro de la UCAB en el 2006, justo
donde presentamos El Principito.
En una parte del camino
nuestro acompañante canino comenzó a ladrarles a unos toros, que lo ahuyentaron
con sus cuernos. Me dio susto. Carlos y yo pasamos tranquilamente y llamamos a
nuestro amigo que se había quedado atrás luego de que lo regañáramos por su
osadía.
Finalmente
llegamos a la Mucuposada Michicaba, una cabañita construida con técnicas
artesanales. Estábamos molidos. Tomamos una ducha de agua caliente y nos fuimos
a la cocina a preparar nuestra cena: una pasta con atún y salsa que habíamos
llevado. Todo un lujo.
Cenamos
y aunque quería pasar las últimas horas de mí cumple despierta, el calorcito de
la cobija nos arrulló. Nuestra quinta, sexta, séptima, octava bendición del día
se hizo sueño.
El
regreso
Al día siguiente aprovechamos para tomar
fotos a las distintas rutas que ofrece la posada y cuando estábamos afuera desayunando
algo, un señor del pueblo se acercó a hablar con nosotros.
Llegó Rómulo, esperamos que almorzara y nos montamos en el jeep de regreso a Mucuchíes. Nos despedimos de las casas de Gavidia, atravesamos el cañón de Saguez, y varios caseríos. Una señora se montó con unas matitas de orégano y perfumó todo el jeep. Durante el regreso íbamos escuchando algunas conversaciones sobre la siembra: “El ajo bajó”. “Antes un guacal costaba 100 mil y ahora cinco guacales están en 20 mil”. “Una lata de semillas de zanahoria está en 270 mil”. “Hay un señor que me compra la papa R12 y nos paga casi dos meses después”. “Señor Rómulo, le tengo un comprador que si paga a tiempo y al precio que es”. Y así…
Nos
dejaron en Mucuchíes y nos despedimos de Rómulo. Almorzamos un par de sopas en
Las Veladas. Y agarramos un carrito rumbo a Tabay. Aún quedaba camino hasta
Mucunután, pero no importaba porque los regresos por la carretera del páramo siempre
son mágicos.
En Tabay cerramos las
ruta de mis 30 entre las montañas con
un café con leche, un alfajor que habíamos comprado en Mucuchíes y un pan de
coco. Aquí sentada en una mesa con Carlos, nuestra bendición.
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