Cuando se sentaba con su autoridad
aplastada en la mecedora que habíamos comprado durante uno de nuestros viajes,
Rafaela parecía inmortal, la matrona más poderosa del mundo. Salvo por sus
piernas casi siempre forradas de cataplasmas de sábila, menjurjes hechos de
brandy y el cadáver de una serpiente (destinada a flotar por siempre en el
líquido marrón), o de cualquier crema que oliera a mentol. Las varices nunca la
dejaron descansar.
Con todo y eso durante mis 32 años de vida solo pensé dos veces que la abuela era mortal. La primera vez fue cuando tenía como nueve años:
—¿Por qué lloras?
—Es que no quiero que te mueras— le
dije, mientras desconchaba con mis uñas la pared blanca recién pintada.
—¡Muchacha pendeja! Yo no me voy a
morir— me dijo con una sonrisa tierna y me abrazó con su olor a torta.
La segunda vez que pensé que era mortal
fue por un sueño que tuve. La fui a visitar y se lo conté. Ella solo me miró y
sonrió. Para ese momento mi abuela tenía las piernas muy abultadas, pero
caminaba arrastrando los pies hasta el baño, la cocina, su cuarto. No sé de
dónde sacaba la voluntad.
Transcurrieron varios días, regresé a
visitarla y la hinchazón ya la había tomado por completo. Le costaba respirar,
su cara ya no era su cara. En ese momento no solo me convencí de que la abuela
era mortal, sino que se estaba muriendo. Compartimos un café y dos horas. Una
semana después forcejeaba con la mascarilla de oxígeno. “Yo no me quiero morir”,
gemía mientras moría.
Abuela madre, árbol de raíces profundas,
octogenaria de tronco rasgado, sombra para los tiempos de desierto, oxígeno
cuando me siento asfixiada, susto cuando el viento te zarandea y amenazas con
caerme encima para devolverme al origen a donde se va con dolor, donde no hay
dolor. Abuela madre, paz de copas boscosas, nido de generaciones de alas,
cantos, silencios, zumbidos y maracas. Savia, savia, savia. Hoy solo quiero
preguntarte: De estos nueve meses de duelo, ¿qué nacerá?
No hay comentarios:
Publicar un comentario