Una
carpa en un jardín lleno de árboles. El tiempo detenido en las miradas
amorosas, familiares y desconocidas hasta hoy. El padre, mensajero de su hija
Valeria, una compañera de la universidad que ya no está en Venezuela, ha venido
en nombre de los que están lejos pero con el corazón de estas tierras. Mis
guías sentados junto a mí: Liza, Alfredo, Manuel, Monsonyi. Mi primer libro La
Fuerza del Jebumataro acompañado por la historia de los objetos que comparten
la mesa con él: unas cestas y una curiara hechas por el pueblo warao que he
traído de mis viajes; otra cesta yukpa que le compré a Opirashi cuando vino a
Caracas y vendió artesanía para poder comer; una maraca fabricada por un
artesano de nombre Kia-Barú Gómez.
Medatia,
personaje mítico de la cultura yekuana, quien emprende un viaje maravilloso que
lo lleva hasta el cielo para dar respuesta a los males que aquejan a su pueblo
(la tristeza, el hambre y la enfermedad); que durante el viaje se hace sabio y
cada lugar que recorre le deja un aprendizaje y vuelve a la tierra para enseñar
a su pueblo lo que aprendió; me ha traído hasta aquí: una carpa detrás de un
Andrés Bello de metal donde, según un mito universitario, no podíamos estar
porque no nos graduaríamos. Andrés Bello, cara en un manual básico de
ortografía que me obsequia mi padre, Andrés Bello el premio que le darán al
profesor Monsonyi por su estudio de los idiomas indígenas; Andrés Bello donde
estoy presentando este regalo de vida.
Alfredo
habla de mis primeros contactos con el mundo indígena, las lágrimas, los miedos,
las alegrías; Monsonyi dice que este es un libro femenino que le ha enseñado
mucho. Un minuto de silencio por todos los muertos del pueblo pemón. Liza
rememora mis inicios como contadora de historias y el primer relato del libro.
Afuera la gente camina, habla, mira libros, pero aquí adentro de esta lona
blanca el tiempo ha quedado detenido en una intimidad que nos hermana.
Mi
padre llora en el público. Es la primera vez que está completamente. Tal vez
sus lágrimas son de plenitud.
El
canto Joa warayaja (espítritu sanador de dolores) se derrama sobre nuestros
cuerpos. Leo un fragmento del libro “Jojomare, música y baile warao”, que me ha
enviado Beatriz Bermúdez, y qué explica cómo los indígenas fabrican el
jebumataro y su signifcado.
Ni
pétalos de flores, ni hojas secas, ni agua, ni tierra.
Es
el sonido de una pequeña maraca que baña cada una de las páginas del libro. La
música que sana ha sido el camino elegido para bautizar este viaje que tiene el
nombre de la maraca sagrada que aleja las tempestades y sana a los enfermos:
jebumataro. No podía ser de otra forma. Canto con voz que retumba en nuestro
inconsciente y nos transporta a los inicios, canto de piedritas guardadas en una
tapara por alguien llamado Kia-Barú (y que me suena a Ikabarú).
“Aun
si fuera por este pequeño legado, canto shamánico con su belleza infinita y la
parte mágica y poética que lo acompaña, el pueblo warao merecería sobrevivir
hasta la eternidad”, dice Monsonyi.
Luego
mi padre le cuenta al profesor que cuando trabajaba en una compañía telefónica conoció
a Korta. Intenta describir el lugar pero no se acuerda del nombre. “Cacurí”, le
responde Monsonyi. “A esos son los hombres que deberían hacerles estatuas”,
agrega mi padre.
Cuándo
comenzó a tejerse esta historia de hilos desconocidos que hilvanan la gran tela
de colores que es mi destino. Cuando terminaré de comprender que toda escritura
es autobiográfica. Que no cuento al otro, que en cada línea me estoy contando.
La
carpa ha quedado vacía. La lluvia comienza a caer. “Nosotros los indígenas
creemos que si te cae un palo de agua después de presentar un proyecto es
porque va a traer muchas cosas buenas”, me dice Arasary.
La
Fuerza de Jebumataro emprende su viaje a Ítaca. Que vayas y cuentes estas voces
sagradas de los pueblos indígenas. Que vayas lejos, muy lejos, y que cuando
vuelvas hagas como Medatia que a su pueblo contó lo que aprendió: que todo se
puede con LA FUERZA DEL QUERER.
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