Hubo años en que no me gustaba llegar a casa antes del anochecer. Creo
que no quería atravesar esa luz rosa, naranja, a veces violeta o simplemente
blanca que baña al cielo en el Caribe. Gastaba horas en la oficina o en el tren
que corría por túneles oscuros, todo por no volver a tiempo. La variación que
producía el tránsito del sol hacia el ocaso me resultaba violenta, minaba mi
cerebro antes de meterse por mis ojos y me sumergía en una melancolía
aplastante. Trato de buscar una explicación en mi racionalidad de hoy y creo
que mi problema no era con el atardecer sino con la muerte que este contiene.
Me negaba a estar en casa, sola, y ver cómo, sin ningún pudor, aquella luz
penetraría por mi ventana, se regaría por toda la casa, hasta llegar a mi
cuerpo despellejando recuerdos. ¿Sería alguna herencia ancestral? Tal vez
cuando Onorio cruzó el Atlántico se asomó a la proa en un atardecer y pensó en
lo que dejaba en Italia. O quizás, alguna tarde, Rafaela, tras tender kilos de
ropa lavada en Caripito, divisó una nube y con ella la jornada laboral diluida
en charco. En cualquier caso, esto que siempre me ocurría, de un tiempo para
acá comenzó a cambiar. Hoy, cuando se aproxima el final, me levanto del
escritorio en un ritmo ritual y salgo de las paredes. Camino circular dentro de
la brisa fría, contemplo la montaña, las hojas lanzándose al vacío, busco las
plumas en el asfalto. Pronto me detengo y aunque los raucos cantos de las
guacamayas me acompañan, sigo sola, envuelta en esta luz de despedida,
despellejando recuerdos, pero esta vez mirándola a los ojos, a ella, la muerte
naranja, que anuncia la oscuridad y vuelvo a sentir la única certeza
posible; la del comienzo.
El amanecer nunca nos deja.
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