Mi madre murió en la madrugada del 31 de agosto de 2020. Dos días después de mi cumpleaños. Aun no sé cómo se nombra este dolor. Tampoco creo que llegue a saberlo. A veces lo siento, otras es tan leve que me asusto. No es como el dolor que sentí con la muerte de mi abuela, el 26 de agosto de 2018, no, aquel dolor aun lo tengo incrustado en los huesos. Es el dolor que sientes por alguien que te crio. El dolor que siento por mi madre es un dolor distinto, un dolor extendido en el tiempo, tan dilatado por su larga enfermedad, que se volvió dolor cansado, un dolor que se siente como rasguño dentro del pecho.
El dolor por la muerte de mi madre es el dolor
de lo fragmentario, de su vida, la mía, la de mis hermanos, la del resto de la
familia. Fragmentos, eso es lo que queda. Su dolor, mi dolor, es lo develado
tras las máscaras caídas: la herida familiar. Herida que busca culpables tras
años de ausencia. Herida abierta, podrida, como la de la mayoría de las
familias de pacientes psiquiátricos. Herida de soledad, de no-ser más hermana,
tía, hija, simplemente madre-hija de sus hijos. Herida de un contexto, porque
en mi madre se materializó la corrupción que se llevó la plata del Instituto
Venezolano de Seguro Social, la reducción de las condiciones dignas de vida en
las casas de reposo, la fragmentación familiar que no sostuvo nada y prefiere
culpar, la disminución de la esperanza de vida en Venezuela: 59 años. “Los
hijos cargan con su madre”. No la familia. Así fue.
De las cenizas de mi madre solo viví algunas
fogatas, no tantas como ella se merecía. Pero la suya no es una muerte vana, la
suya es la muerte del que sembró. ¿Cuánto recibió? Pregunta abierta.
Su muerte y la de mi abuela siempre estarán
unidas a la fecha de mi nacimiento. Mi linaje femenino naciendo dentro de mí año
tras año.
Será preciso bañarse 33 veces en la poza de
azufre para sanar. Será preciso dejar que el chiriguare grite a todo gañote.
Todo será preciso para que mi madre adquiera la forma alada de las que se purifican
pronto, con colores claros, con pocas horas de vida, de las que penetran
directamente en el mundo de la felicidad. Mariposa blanca, finalmente, libre.
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