Cuando sientas que no puedas con
algo trata de recordar estos momentos de travesía, donde el camino fue muy duro
pero logrado.
En las montañas pasamos los últimos días
del 2017, gracias a la ruta que hicimos con nuestros compañeros del Centro
Excursionismo Caracas en el Páramo Sierra de La Culata. Fueron cinco días
transitando estos caminos con alturas y temperaturas extremas. En este viaje
alcanzamos las cimas del Pico Piedras Blancas (4737 msnm) y del Pico Las Verdes
(4570 msnm), pero más importante que los picos es el camino y lo aprendido.
Día
1: A la montaña
Salimos de Caracas a las 7:45am. El día
transcurrió en el bus. Lo más hermoso fue cuando atravesamos la carretera del
páramo desde Barinas. Íbamos entre las montañas. A veces veíamos pequeños hilos
de agua caer de la masa boscosa que recubre estas cumbres. Lo otro, eran las
capillitas y pequeños altares a orillas de carretera, recordatorios de estas
curvas mortales.
Llegamos de noche al Valle de Mifafí y
montamos campamento frente al puesto de guardaparques del Parque Nacional
Sierra de La Culata a 3600 msnm. Aquella noche cenamos unos sándwiches y
descansamos.
Día
2: El vuelo del cóndor
Amaneció y la carpa estaba cubierta
rocío. Junto al puesto de guardaparques había una jaula inmensa con un cóndor,
el ave más grande del mundo. Se llama Combatiente. Tiene como 20 años ahí y
creo que es el único cóndor en estos parajes merideños. Toda su vida ha estado
en cautiverio. Dudo que sepa volar, que sepa buscar su comida. Pensé en que era
cóndor físicamente pero ¿lo era en su esencia? Entre tantos cóndores el fue
elegido para no ser. Es imposible saber qué siente cuando ve a otras aves
volar, ¿se reconoce en ellas? Quizás aún permanece su instinto en la parte más
profunda de su plumaje.
En el libro rojo de la
fauna venezolana leí que a esta ave “se le consideraba extinta en el país desde
1912, hasta que fue observada de nuevo en 1976 en el estado Mérida”. La reintroducción del cóndor en el núcleo de
la cordillera de Mérida “fue promovida a comienzos de los años noventa del
siglo XX por el Banco Andino (institución financiera ya desaparecida) a través
de su Proyecto Ambiental, junto con un programa de sensibilización y educación
ambiental de amplio alcance en el estado Mérida. Este programa de reintroducción
fue sostenido luego por Fundacóndor y finalmente por la Fundación Bioandina.
Los animales murieron o emigraron por diferentes causas, por lo que la
población reintroducida en Mérida ya no existe”[i].
Así comencé la ruta
pensando en Combatiente. Las indicaciones de nuestra guía Yraly Camargo, eran
caminar muy lento. Si el corazón se te acelera, camina más lento. Nunca en mi
vida había caminado a este ritmo, es que desde que pude pararme sobre mis pies
yo corro, y más de una cicatriz da cuenta de ello. Y a la lentitud le incorporé
el silencio. Reencontrándome con los frailejones, el río, las morrenas, el
musgo, el camino de piedras, las cumbres. Adentrándome en las montañas del
páramo de La Culata que tienen más de 20 millones de años.
Nuestros bolsos iban en
mulas con los arrieros. Otra primera vez, porque nunca había dejado reposar el
peso de mi mochila sobre un animal. Luego un arriero nos diría que ellas iban
ligeras, porque estaban acostumbradas a cargar 120 kilos de papas. Cada mulita
llevaba tres bolsos de aproximadamente 15 kg. cada uno. A una no le pusieron
tanta carga porque apenas la estaban domesticando y le daban miedo las bolsas
con las que estaban forradas los morrales (a mí también me dan miedo las
bolsas, pero cuando voy a la montaña me desato y tengo una para cada cosa,
aunque procuro usar siempre las mismas)
La primera parada fue
frente al domo, una montaña gigante de piedra. Desde el lugar donde nos
sentamos vimos la estación biológica donde tenían a los cóndores: una casa
incrustada en la montaña. Ahí los liberaban.
Retomamos la marcha por
estas montañas milenarias cubiertas de frailejones y ante nosotros apareció un
monje de piedra, uno de los guardianes de la montaña, vigilante de todos los
que transitamos por estos parajes.
Tras seis horas
llegamos al campamento base en el Alto de Mifafí a 4300 msnm. Armamos carpa y
comenzó una leve llovizna. Ignacio fue a buscar agua porque en la mañana
amanecía congelada y yo ordené todo dentro de la carpa. Desde aquel valle se
veían los picos Mucumamó y Piedras Blancas. Todo a nuestro alrededor eran
frailejones. La lluvia arreció, así que
estuvimos metidos en la carpa desde las 3pm hasta las 6am del día siguiente
(como 15 horas) Aquel día estuvimos a -4° C y nuestros pies eran cuatro panelas
de hielo. Para rematar me comenzó un dolor de cabeza que me preocupó.
Día
3: Cumbre Pico Piedras Blancas (4737 msnm)
Algunos compañeros comenzaron a hablar
en la madrugada y yo me levanté como a las cinco de la mañana. Tenía una
puntada muy fuerte en el costado izquierdo de mi cabeza. Sentí miedo y pensé en
el mal de páramo. No podré subir al pico, dije, y se me aguaron los ojos. “No
vinimos aquí a hacer picos, si te sientes mal, cualquier cosa nos quedamos”, Ignacio
me consoló. Me tomé una pastilla y le pedí a Dios que se llevara la presión de
mi cabeza. Había llovido tanto que algunas gotitas se habían filtrado en las
paredes de la carpa, pero por algún designio desconocido no tenían apuro en
caerse, de hecho nunca nos mojaron. Prometían convertirse en estalactitas.
Desayunamos panquequitas de canela y
cacao que ya traíamos preparadas. Masticaba y seguía pidiéndole a Dios. “En 10
minutos salimos”, gritó la guía. Todos nos congregamos y comenzamos a caminar a
las 6:45am. “¿Están bien?”, nos preguntaron. Y para ese momento mi dolor de
cabeza se había ido.
Caminamos
entre frailejones y subidas leves cubiertas de musgo mostaza, verde, amrrón.
Veíamos las cumbres de los picos y abajo un valle por donde iba una carretera.
Al fondo estaba el Piedras Blancas imponente, y del lado derecho, cuando las
nubes lo permitían, se podía ver parte del Lago de Maracaibo.
Hicimos
una parada en el Alto de Piedras Blancas y desde ahí observamos la barriga
nevada del pico Humboldt y el pico Bolívar. Me acordé cuando acampamos en la
Laguna Verde, de ahí si se veía cerquita la panza del Humboldt.
En
el Alto, nuestra guía Yraly nos explicó que no haríamos el Pico Mucumamó porque
éramos un grupo muy grande y justo la parte que conectaba a este pico con el
Piedras Blancas era un sendero muy estrecho (y al lado: un voladero). Yraly lo
había hecho dos semanas antes y luego que lo atravesó se dio cuenta que era una
locura. Si te caías rodarías 1000 metros abajo sobre rocas. Dicho esto solo haríamos
el Piedras Blancas, la montaña más alta de la Sierra La Culata, y la quinta más
alta de Venezuela.
Llegar
a aquella cumbre no fue fácil. Caminar lento, respirar por la nariz (muchas
veces me descubrí haciéndolo por la boca y esto puede generar una tos seca,
“tos de montaña”, porque todo el aire frío se va a los pulmones), la cantidad
de rocas blancas, el camino arenoso, el montón de lajas cortantes casi llegando
a la cima. Pero los paisajes generaban un efecto hipnótico que aliviaban lo
anterior. Si a eso le añadías silencio y concentración estabas casi listo.
Antes
de comenzar el ascenso hicimos una parada en una laguna hermosa. Luego todos
comenzamos a caminar muy lento y en silencio. Aquello era como una
peregrinación hacia un templo sagrado. A cada rato me repetía que estábamos
transitando montañas de millones de
años, rutas ancestrales, donde estuvieron nuestros indígenas. Cada subida la hacíamos
a un paso más lento que el anterior. Lo mismo sobre las rocas, porque no todas
eran estables.
Cuando llegamos a la
cima se veían todas las colinas y nuestro campamento base, un punto anaranjado
entre frailejones. Me sentí agradecida porque gracias a Dios estaba ahí a 4737
msnm, era la primera vez que hacía una montaña tan alta.
El descenso fue
difícil. Me resbalaba por la arena. Cuando llegamos a la primera meseta vimos
un águila que nos sobrevoló y luego se posó sobre una roca a observarnos, era
otro guardián de la montaña.
Un grupo regresó por el
mismo camino y otro por la carretera. Nosotros elegimos el mismo camino, todo
en subida, y en el trayecto comenzó a lloviznar. Estábamos exigidos pero lo
logramos. Llegamos y nos refugiamos en nuestra carpa y nos preparamos algo caliente: pasta con salsa pesto con las croquetas de lentejas que habíamos llevado hechas. Ya nuestros cuerpos se
iban adaptando a las alturas, pero los pies siguieron congelados.
Día
4: Cumbre Pico Las Verdes (4570 msnm)
Amaneció y todo estaba lleno de
escarcha. Era el hielo de la noche que se había quedado detenido en el suelo y
la carpa. Caminé hacia los frailejones y dos pájaros saltaron. Aquel latido de
vida me emocionó. Ese día desayunamos tortillitas con queso (y un regalo de la
zia Benedetta).
Llegaron
los arrieros que nos ayudarían a trasladar las mochilas al otro campamento
base. Salió un sol sofocante que fatigaba. Llegamos de nuevo al Alto de Mifafí,
y en lugar de regresar, doblamos a la derecha para ir por el camino que conduce
al Pico Las Verdes.
Estábamos caminando
justo detrás del domo que vimos el segundo día. A cada 100 metros aparecía una
laguna. Todos los frailejones ancianos nos observaban vigilantes, como el
vecino que ve desde la ventana al forastero. De muchos brotaban flores
amarillas. Las montañas grises estaban repletas de ellos, también de arena,
piedras negras y riachuelos congelados. Hicimos una parada desde donde se veía
el pico Las Verdes y un águila sobrevoló, nuevamente el guardián.
Para
subir el pico caminamos por una montaña de tierra a paso lento. Luego
ascendimos una cumbre rocosa y al final había un tubo que indicaba la cumbre:
4570 msnm. Desde este punto se veían tres lagunas verdes, por eso el pico tiene
este nombre.
Regresamos
al campamento base en el Valle de Las Verdes, está vez a 4055 msnm. El terreno
era un poco inclinado con varias rocas alrededor, algunas formaban cuevas.
Montamos la carpa y este fue el primer día que pude escribir. Estaba despejado
y no hacía tanto frío. Todo el grupo se reunió en una cueva que llaman “la
cocina” y tuvimos una reunión. Mientras cada uno hablaba de cómo se había
sentido en la ruta comenzó a caer una leve llovizna, un compañero hacia té, y
otro trajo cocuy para calentarnos.
Ese día Ignacio y yo nos
hicimos una sopa. En la noche
unimos los sleepings en un intento de tener más calor y por primera vez en
cuatro días nuestros pies se calentaron. Llovió toda la noche y la temperatura
fue de 0°C. Fue la noche más caliente del páramo mientras estuvimos en el.
Día
5: El pico pendiente
(6am)
—A despertarse. Buenos
días. Los que van al Pico El Duende— dijo la guía.
Ignacio y yo escuchamos
desde la carpa pero no los acompañaríamos porque teníamos que bajar antes para
conseguir transporte hasta Mucunután, cerca de Tabay.
El día estaba un poco
nublado pero no había granizo ni en la carpa ni en la hierba, solo humedad.
Recogimos todo y desayunamos lo que nos había quedado de cena viendo la
montaña.
A las nueve de la
mañana llegó Antonio con sus dos mulas. Tiene 28 años y 8 trabajando como
arriero. Nos venía a buscar para regresar desde el Valle de Las Verdes hasta el
Valle de Mifafí en el Páramo de La Culata. El camino duraba casi dos horas.
Sujetó los bolsos a las bestias con unas cuerdas y nos unimos a su andar rápido
y silencioso.
A lo lejos vimos cómo
iban llegando algunos de nuestros compañeros del Pico Las Viejas o Pico El
Duende. Se veían como puntitos de colores entre tanto verde y gris. Uno de
ellos corría libre por el páramo. Siempre lo hizo durante toda la ruta: llegaba
de primero, nunca tenía un bolso de ataque, y no le paraba a ninguna
advertencia sobre el mal de páramo. Siempre ligero. Y hoy también llegaba de
primero. Durante la reunión conocimos su historia. Había sobrevivido a un
disparo en la cabeza. Así que lo vi y sonreí. Aquel hombre había estado al
borde la muerte y ahora solo quería vivir. Se montó en una cima y gritó: “¡Buen
viaje!”. Le devolví el saludo con todo el aire que quedaba en mis pulmones.
Lo que sigue es magia.
Ignacio y yo nos pegamos detrás de Antonio que caminaba rápido. Sus botas de
plástico se hundían en la tierra mojada sin detener el ritmo. Las patas de las
mulas, a veces torpes, se resbalaban en el río de piedras, al igual que nuestros
pies. Pasamos por lagunas, transitamos bajadas muy pronunciadas. Yo me sentí
libre y comencé a acelerar el paso, quería correr, llorar, gritar. Todo al
mismo tiempo. Porque podía sentir todo mi ser dentro de esta tierra sagrada.
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