lunes, 22 de enero de 2018

Ruta #21: Ascenso al Piedras Blancas y Las Verdes


Cuando sientas que no puedas con algo trata de recordar estos momentos de travesía, donde el camino fue muy duro pero logrado.

En las montañas pasamos los últimos días del 2017, gracias a la ruta que hicimos con nuestros compañeros del Centro Excursionismo Caracas en el Páramo Sierra de La Culata. Fueron cinco días transitando estos caminos con alturas y temperaturas extremas. En este viaje alcanzamos las cimas del Pico Piedras Blancas (4737 msnm) y del Pico Las Verdes (4570 msnm), pero más importante que los picos es el camino y lo aprendido.


Día 1: A la montaña
Salimos de Caracas a las 7:45am. El día transcurrió en el bus. Lo más hermoso fue cuando atravesamos la carretera del páramo desde Barinas. Íbamos entre las montañas. A veces veíamos pequeños hilos de agua caer de la masa boscosa que recubre estas cumbres. Lo otro, eran las capillitas y pequeños altares a orillas de carretera, recordatorios de estas curvas mortales.
Llegamos de noche al Valle de Mifafí y montamos campamento frente al puesto de guardaparques del Parque Nacional Sierra de La Culata a 3600 msnm. Aquella noche cenamos unos sándwiches y descansamos.


Día 2: El vuelo del cóndor
Amaneció y la carpa estaba cubierta rocío. Junto al puesto de guardaparques había una jaula inmensa con un cóndor, el ave más grande del mundo. Se llama Combatiente. Tiene como 20 años ahí y creo que es el único cóndor en estos parajes merideños. Toda su vida ha estado en cautiverio. Dudo que sepa volar, que sepa buscar su comida. Pensé en que era cóndor físicamente pero ¿lo era en su esencia? Entre tantos cóndores el fue elegido para no ser. Es imposible saber qué siente cuando ve a otras aves volar, ¿se reconoce en ellas? Quizás aún permanece su instinto en la parte más profunda de su plumaje.
En el libro rojo de la fauna venezolana leí que a esta ave “se le consideraba extinta en el país desde 1912, hasta que fue observada de nuevo en 1976 en el estado Mérida”.  La reintroducción del cóndor en el núcleo de la cordillera de Mérida “fue promovida a comienzos de los años noventa del siglo XX por el Banco Andino (institución financiera ya desaparecida) a través de su Proyecto Ambiental, junto con un programa de sensibilización y educación ambiental de amplio alcance en el estado Mérida. Este programa de reintroducción fue sostenido luego por Fundacóndor y finalmente por la Fundación Bioandina. Los animales murieron o emigraron por diferentes causas, por lo que la población reintroducida en Mérida ya no existe”[i].

Así comencé la ruta pensando en Combatiente. Las indicaciones de nuestra guía Yraly Camargo, eran caminar muy lento. Si el corazón se te acelera, camina más lento. Nunca en mi vida había caminado a este ritmo, es que desde que pude pararme sobre mis pies yo corro, y más de una cicatriz da cuenta de ello. Y a la lentitud le incorporé el silencio. Reencontrándome con los frailejones, el río, las morrenas, el musgo, el camino de piedras, las cumbres. Adentrándome en las montañas del páramo de La Culata que tienen más de 20 millones de años.
Nuestros bolsos iban en mulas con los arrieros. Otra primera vez, porque nunca había dejado reposar el peso de mi mochila sobre un animal. Luego un arriero nos diría que ellas iban ligeras, porque estaban acostumbradas a cargar 120 kilos de papas. Cada mulita llevaba tres bolsos de aproximadamente 15 kg. cada uno. A una no le pusieron tanta carga porque apenas la estaban domesticando y le daban miedo las bolsas con las que estaban forradas los morrales (a mí también me dan miedo las bolsas, pero cuando voy a la montaña me desato y tengo una para cada cosa, aunque procuro usar siempre las mismas)

La primera parada fue frente al domo, una montaña gigante de piedra. Desde el lugar donde nos sentamos vimos la estación biológica donde tenían a los cóndores: una casa incrustada en la montaña. Ahí los liberaban.

Retomamos la marcha por estas montañas milenarias cubiertas de frailejones y ante nosotros apareció un monje de piedra, uno de los guardianes de la montaña, vigilante de todos los que transitamos por estos parajes.

Tras seis horas llegamos al campamento base en el Alto de Mifafí a 4300 msnm. Armamos carpa y comenzó una leve llovizna. Ignacio fue a buscar agua porque en la mañana amanecía congelada y yo ordené todo dentro de la carpa. Desde aquel valle se veían los picos Mucumamó y Piedras Blancas. Todo a nuestro alrededor eran frailejones. La lluvia arreció,  así que estuvimos metidos en la carpa desde las 3pm hasta las 6am del día siguiente (como 15 horas) Aquel día estuvimos a -4° C y nuestros pies eran cuatro panelas de hielo. Para rematar me comenzó un dolor de cabeza que me preocupó.

Día 3: Cumbre Pico Piedras Blancas (4737 msnm)
Algunos compañeros comenzaron a hablar en la madrugada y yo me levanté como a las cinco de la mañana. Tenía una puntada muy fuerte en el costado izquierdo de mi cabeza. Sentí miedo y pensé en el mal de páramo. No podré subir al pico, dije, y se me aguaron los ojos. “No vinimos aquí a hacer picos, si te sientes mal, cualquier cosa nos quedamos”, Ignacio me consoló. Me tomé una pastilla y le pedí a Dios que se llevara la presión de mi cabeza. Había llovido tanto que algunas gotitas se habían filtrado en las paredes de la carpa, pero por algún designio desconocido no tenían apuro en caerse, de hecho nunca nos mojaron. Prometían convertirse en estalactitas.
            Desayunamos panquequitas de canela y cacao que ya traíamos preparadas. Masticaba y seguía pidiéndole a Dios. “En 10 minutos salimos”, gritó la guía. Todos nos congregamos y comenzamos a caminar a las 6:45am. “¿Están bien?”, nos preguntaron. Y para ese momento mi dolor de cabeza se había ido.

            Caminamos entre frailejones y subidas leves cubiertas de musgo mostaza, verde, amrrón. Veíamos las cumbres de los picos y abajo un valle por donde iba una carretera. Al fondo estaba el Piedras Blancas imponente, y del lado derecho, cuando las nubes lo permitían, se podía ver parte del Lago de Maracaibo.
            Hicimos una parada en el Alto de Piedras Blancas y desde ahí observamos la barriga nevada del pico Humboldt y el pico Bolívar. Me acordé cuando acampamos en la Laguna Verde, de ahí si se veía cerquita la panza del Humboldt.
            En el Alto, nuestra guía Yraly nos explicó que no haríamos el Pico Mucumamó porque éramos un grupo muy grande y justo la parte que conectaba a este pico con el Piedras Blancas era un sendero muy estrecho (y al lado: un voladero). Yraly lo había hecho dos semanas antes y luego que lo atravesó se dio cuenta que era una locura. Si te caías rodarías 1000 metros abajo sobre rocas. Dicho esto solo haríamos el Piedras Blancas, la montaña más alta de la Sierra La Culata, y la quinta más alta de Venezuela.
            Llegar a aquella cumbre no fue fácil. Caminar lento, respirar por la nariz (muchas veces me descubrí haciéndolo por la boca y esto puede generar una tos seca, “tos de montaña”, porque todo el aire frío se va a los pulmones), la cantidad de rocas blancas, el camino arenoso, el montón de lajas cortantes casi llegando a la cima. Pero los paisajes generaban un efecto hipnótico que aliviaban lo anterior. Si a eso le añadías silencio y concentración estabas casi listo.

            Antes de comenzar el ascenso hicimos una parada en una laguna hermosa. Luego todos comenzamos a caminar muy lento y en silencio. Aquello era como una peregrinación hacia un templo sagrado. A cada rato me repetía que estábamos transitando montañas de  millones de años, rutas ancestrales, donde estuvieron nuestros indígenas. Cada subida la hacíamos a un paso más lento que el anterior. Lo mismo sobre las rocas, porque no todas eran estables.

Cuando llegamos a la cima se veían todas las colinas y nuestro campamento base, un punto anaranjado entre frailejones. Me sentí agradecida porque gracias a Dios estaba ahí a 4737 msnm, era la primera vez que hacía una montaña tan alta.

El descenso fue difícil. Me resbalaba por la arena. Cuando llegamos a la primera meseta vimos un águila que nos sobrevoló y luego se posó sobre una roca a observarnos, era otro guardián de la montaña.
Un grupo regresó por el mismo camino y otro por la carretera. Nosotros elegimos el mismo camino, todo en subida, y en el trayecto comenzó a lloviznar. Estábamos exigidos pero lo logramos. Llegamos y nos refugiamos en nuestra carpa y nos preparamos algo caliente: pasta con salsa pesto con las croquetas de lentejas que habíamos llevado hechas. Ya nuestros cuerpos se iban adaptando a las alturas, pero los pies siguieron congelados.


Día 4: Cumbre Pico Las Verdes (4570 msnm)
Amaneció y todo estaba lleno de escarcha. Era el hielo de la noche que se había quedado detenido en el suelo y la carpa. Caminé hacia los frailejones y dos pájaros saltaron. Aquel latido de vida me emocionó. Ese día desayunamos tortillitas con queso (y un regalo de la zia Benedetta).
            Llegaron los arrieros que nos ayudarían a trasladar las mochilas al otro campamento base. Salió un sol sofocante que fatigaba. Llegamos de nuevo al Alto de Mifafí, y en lugar de regresar, doblamos a la derecha para ir por el camino que conduce al Pico Las Verdes.
Estábamos caminando justo detrás del domo que vimos el segundo día. A cada 100 metros aparecía una laguna. Todos los frailejones ancianos nos observaban vigilantes, como el vecino que ve desde la ventana al forastero. De muchos brotaban flores amarillas. Las montañas grises estaban repletas de ellos, también de arena, piedras negras y riachuelos congelados. Hicimos una parada desde donde se veía el pico Las Verdes y un águila sobrevoló, nuevamente el guardián.
            Para subir el pico caminamos por una montaña de tierra a paso lento. Luego ascendimos una cumbre rocosa y al final había un tubo que indicaba la cumbre: 4570 msnm. Desde este punto se veían tres lagunas verdes, por eso el pico tiene este nombre.

            Regresamos al campamento base en el Valle de Las Verdes, está vez a 4055 msnm. El terreno era un poco inclinado con varias rocas alrededor, algunas formaban cuevas. Montamos la carpa y este fue el primer día que pude escribir. Estaba despejado y no hacía tanto frío. Todo el grupo se reunió en una cueva que llaman “la cocina” y tuvimos una reunión. Mientras cada uno hablaba de cómo se había sentido en la ruta comenzó a caer una leve llovizna, un compañero hacia té, y otro trajo cocuy para calentarnos. 
Ese día Ignacio y yo nos hicimos una sopa. En la noche unimos los sleepings en un intento de tener más calor y por primera vez en cuatro días nuestros pies se calentaron. Llovió toda la noche y la temperatura fue de 0°C. Fue la noche más caliente del páramo mientras estuvimos en el.

Día 5: El pico pendiente
(6am)
—A despertarse. Buenos días. Los que van al Pico El Duende— dijo la guía.
Ignacio y yo escuchamos desde la carpa pero no los acompañaríamos porque teníamos que bajar antes para conseguir transporte hasta Mucunután, cerca de Tabay.
El día estaba un poco nublado pero no había granizo ni en la carpa ni en la hierba, solo humedad. Recogimos todo y desayunamos lo que nos había quedado de cena viendo la montaña.


A las nueve de la mañana llegó Antonio con sus dos mulas. Tiene 28 años y 8 trabajando como arriero. Nos venía a buscar para regresar desde el Valle de Las Verdes hasta el Valle de Mifafí en el Páramo de La Culata. El camino duraba casi dos horas. Sujetó los bolsos a las bestias con unas cuerdas y nos unimos a su andar rápido y silencioso.
A lo lejos vimos cómo iban llegando algunos de nuestros compañeros del Pico Las Viejas o Pico El Duende. Se veían como puntitos de colores entre tanto verde y gris. Uno de ellos corría libre por el páramo. Siempre lo hizo durante toda la ruta: llegaba de primero, nunca tenía un bolso de ataque, y no le paraba a ninguna advertencia sobre el mal de páramo. Siempre ligero. Y hoy también llegaba de primero. Durante la reunión conocimos su historia. Había sobrevivido a un disparo en la cabeza. Así que lo vi y sonreí. Aquel hombre había estado al borde la muerte y ahora solo quería vivir. Se montó en una cima y gritó: “¡Buen viaje!”. Le devolví el saludo con todo el aire que quedaba en mis pulmones.
Lo que sigue es magia. Ignacio y yo nos pegamos detrás de Antonio que caminaba rápido. Sus botas de plástico se hundían en la tierra mojada sin detener el ritmo. Las patas de las mulas, a veces torpes, se resbalaban en el río de piedras, al igual que nuestros pies. Pasamos por lagunas, transitamos bajadas muy pronunciadas. Yo me sentí libre y comencé a acelerar el paso, quería correr, llorar, gritar. Todo al mismo tiempo. Porque podía sentir todo mi ser dentro de esta tierra sagrada.

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