miércoles, 31 de enero de 2018

Cuentos de Los Nevados




̶ ¡Salió el sol señora Natividad! ̶ se escuchó el grito de una mujer en la Plaza Bolívar del pueblo de Los Nevados. La mañana había estado muy fría pero al fin el gris del cielo se abría para darle paso a la luz.
     Llegamos a este pueblo enclavado en las montañas, el día anterior. Primero agarramos el teleférico de Mérida hasta la estación Loma Redonda, que es la cuarta de este sistema y se encuentra a 4045 msnm, y luego caminamos casi seis horas (los arrieros hacen cuatro horas) entre senderos de tierra, piedras, puentes, rodeados de montañas y frailejones.


    No fue fácil. La ruta de ida hasta Los Nevados es puro descenso y las rodillas quedan molidas. Pese a que íbamos muy relajados e hicimos algunas paradas para comer y contemplar nos ocurrieron varios eventos. A Imoik, de siete años, le dio una pálida faltando como una hora para llegar. Hadit estaba agotada. Ignacio ayudó a cargar el morral de Yhonny, que llevaba a Imoik en los hombros. Y cuando Ignacio no pudo más, yo llevé el bolso Yhonny, que era mucho más pesado que el mío.

      Antes de llegar a Los Nevados comenzó a atardecer y esos colores que aparecieron en el cielo nos reconfortaron el alma. Aquello era un espectáculo de un pintor: morados, azules, blancos, naranjas. Las montañas se volvieron más verde intenso. A lo lejos las pequeñas casas de las aldeas empezaban a encender sus luces.
       Llegó la noche. “¿Cuánto falta para Los Nevados?”, le preguntamos a un poblador. “15 minutos”, nos respondió. (Siempre que te digan eso multiplícalo por tres).
      Seguimos caminando y nos encontramos a un señor de Mucunután que había puesto las tejas en la casa de la mamá de Yhonny, se reconocieron en la oscuridad, y ahí estuvimos hablando un rato con este experto en machimbrado, que se crió en Los Nevados, recorrió toda la montaña con su papá durmiendo donde los agarrara la noche, y ahora vivía un mes en este pueblo porque tiene una casita, y el resto del tiempo sembraba en Mucunután. A medida que transcurría su historia iban apareciendo las estrellas en el cielo: “Deja que lo vea a las dos de la mañana, en el cielo no cabe una estrella más. Todo queda llenito”. Y justo en la última cuesta hacia el pueblo apareció un arriero, era Evio con sus mulas: “Vengan para darle la colita y la bienvenida a Los Nevados”. Imoik ni lo pensó. Los demás bajamos caminando en la oscuridad de la noche y nos encontramos con una Plaza Bolívar iluminada. Todos sabían que veníamos. Los arrieros habían corrido la noticia. Por eso Josefa, la encargada de la posada Jerez, ya nos tenía la cena lista: pizca andina, arepitas de trigo, queso ahumado y guarapo de papelón.

Conocernos
El sonido del agua en la tubería, el bramido de la vaca, el canto de los pájaros, la llovizna abalanzándose sobre las hojas de los árboles, el ronroneo de las motos, la lana de las cobijas, el hilo de luz entrando por la ventana, el baño con agua fría porque no había gas para el calentador, el cuerpo generando calor rápidamente, la panza llena por la pizca andina de la noche anterior. Estaba amaneciendo en Los Nevados.
       Luego del desayuno Josefa nos contó que el dueño de la posada había muerto varios meses atrás de Cirrosis. “Se puso flaquito, luego comenzó a vomitar sangre, no duró ni una semana”. Casi todos los hermanos habían muerto a los 70 años, decía impresionada, el señor Jerez tenía el record: 74 años. Ahora Josefa ayuda a uno de los hijos del señor Jerez a mantener el lugar. Ella es del Pueblo Nuevo del Sur, cerca de Lagunillas, y tiene siete años en Los Nevados.
      Imoik tenía una lista de las cosas que quería conocer: la escuela, la iglesia, el molino. Así que lo primero que visitamos fue la escuelita, pero no habían asistido tantos estudiantes porque el tiempo estaba muy frío y era la primera semana de clases. Muchos niños caminan desde las aldeas hasta acá (la más cercana está como a una hora y media en mula) Conversamos con un señor que estaba en el lugar y nos contó que en la escuela hay clases hasta bachillerato.
        Cerca de la escuela había una casa que tenía un pupitre al frente, nos acercamos y resultó ser un maternal. Y como Imoik quería saludar a los niños tocamos la puerta y nos atendió una muchacha. “Aprovechen la tranquilidad. Ustedes vienen de la ciudad y es lo que más disfrutarán aquí”, nos dijo. Una de las niñas se reía y se escondía cada vez que nos miraba.
        Almorzamos y me encontré que al Niño de la Cuchilla justo cuando bajaba al cuarto (pero ese es otro cuento). Por la tarde fuimos a conocer el molino. Para llegar caminamos como treinta minutos, estaba “más allá del cementerio”. Unos muchachos que estaban recogiendo papas nos terminaron de ayudar a llegar, pero estaba cerrado. En el lugar conocimos a Pedro, el antiguo molinero, que no nos habló de sus años en el molino y de su salida “porque el agua le enfriaba las piernas”, sino que comenzó a echar cuentos de cuando trabajaba en haciendas. Esas historias de hace bastante tiempo contadas como si estuviesen ocurriendo ahora, y que para comprenderlas necesitarías mínimo estar un mes para asomarte en la profundidad de su relato. En todo caso fue hermoso que nos recibiera en su casa y nos llenara de cuentos.
        Desde el patio de la casa de Pedro se veía cómo una nube de pájaros negros danzaba con las corrientes de aire. Se abrían y cerraban como persianas y en cada giro que hacían desaparecían por un segundo. La bandada se aproximó a una siembra trigo y ya no los vimos más, parecía que el cereal se los hubiese tragado y era al revés, los pájaros se habían sumergido entre las espigas para alimentarse.
       Con nosotros también estaba una pareja joven de colombianos que habían llegado en jeep hasta el pueblo, y los invitamos a caminar con nosotros. Tenían 20 días viajando por Venezuela. Siempre habían querido conocer nuestro país y pese a las múltiples advertencias de sus conocidos se lanzaron a la aventura. No les había ido mal por estas tierras.
       Al atardecer compartimos con unos artesanos que solo habían vendido 5 piezas en lo que iba de mes. Nos dijeron que en diciembre les afectó mucho lo de la gasolina, y nos actualizaron de lo que había pasado justo ese día en El Palmarito: “Hombres armados se llevaron 300 reses”.
       La crisis política, económica y social también afecta a estos lugares, pero no sé si al estar entre montañas uno lo cuenta, lo vive, o lo asume diferente. No soy quién para decir cómo la gente de Los Nevados experimenta lo que está pasando en el país, no estuve tantos días para verlo. Solo digo que al menos me siento mucho mejor en el campo que en la ciudad. Ahora el ejercicio sería cómo ser autosustentable en este medio, especialmente para las personas que hemos crecido en contextos urbanos.
      En Los Nevados vimos muchos sembradíos, yo pude identificar papa y trigo, no soy muy buena nombrando las plantas. Pero la gente está produciendo sus alimentos. Alguien nos contaba que ellos bajan una vez al mes a Mérida. Les pregunté por las cosas que no pueden producir, lo que buscan cuando salen de esta montaña: papelón, sal, aceite, azúcar, harina de maíz, detergente. De hecho aquella tarde había llegado una muchacha a la posada para vendernos medio kilo de trigo para completar  el dinero y comprar una panela, que en ese momento costaba 120 mil bolívares. Supongo que el tema de los fertilizantes es algo similar.            
      Esa noche el cielo se llenó de estrellas lentamente, al compás de un alfiler que perfora una tela oscura que oculta la luz. Cenamos y conversamos con nuestros compañeros colombianos, tratando de entender lo que sucede en nuestros países, y compartiendo todo lo bueno (y las embarradas políticas) que tiene cada uno.  La velada estaba muy fría y creo que la única que no lo sentía era Josefa, que siempre cena en el calorcito de la cocina.

Volver
A la mañana siguiente Ignacio y yo salimos más temprano porque nos iríamos caminando. Nuestros amigos lo harían en mulas y también vivirían su aventura. Mientras caminaba fijaba el recorrido en mi memoria para no olvidarlo. Pensamos en los arrieros que lo hacen todos los días. Ellos están organizados en una cooperativa para trabajar con las mulas allá arriba en la estación Loma Redonda, donde hacen paseos y también trasladan gente hasta el pueblo de Los Nevados. Cada día van arrieros de una aldea distinta. Cobran 40 mil bolívares por la mula y 40 mil por el arriero.
      Sobre eso hablamos… un arriero cobra lo mismo que una mula. Pensamos en la humildad que eso implica. Mi trabajo es tan importante como el trabajo de la bestia. Yo la guío pero ella lleva el peso. Todavía lo estoy procesando. Quizás deba preguntarles cómo ellos ven esto.
       También miré una casa muy bonita hecha de tierra que me encantó cuando íbamos de regreso. Me repetía que quería vivir ahí. Así que mi impresión fue cuando al regreso me percaté que en el espacio entre la ventana y el techo decía en letras grandes: PAZ Y BIEN. No lo había visto en el recorrido de ida. Pensé en los capuchinos y en su saludo, en San Francisco de Asís, en la primera vez que los conocí y en que todo ha estado muy ligado a los pueblos indígenas. Para mí fue una señal.

       Esta vez el regreso lo hicimos en cinco horas. Todo el trayecto fue en subida (me gustan más que las bajadas). La cuesta más dura fue la que está luego del primer puente, porque el terreno es muy pedregoso. Lo otro fue que me asusté con un toro, siempre es lo mismo (toros y perros bravos). Hicimos dos paradas en los mismos lugares del día que bajamos a Los Nevados: una explanada hermosa donde se ven todas las montañas; y un pequeño plano con frailejones, piedras y un riachuelo que lo atraviesa.
      
Llegué al Alto de la Cruz sola y el frío del primer día lo sentí cálido. Es que el cuerpo y la mente son sabios.  Estar ahí montada me dio fuerzas: “Cuando la montaña no nos enseña algo, nos refresca lo aprendido”, pensé de nuevo en las palabras de uno de los compañeros del Centro Excursionista Caracas.
        Un día y medio en Los Nevados es poco tiempo para conocer pero me llevo las conversas y el compartir con su gente. Hay que volver. 





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