I
Nos adentramos al sur de Venezuela por
la troncal 10, ruta hacia La Gran Sabana, vena que atraviesa el costado
oriental del estado Bolívar. En la carretera: personas con sus rostros cubiertos.
Sus manos extendidas sostienen un envase plástico para recoger “la
colaboración”, colaboración que precisa tapar los huecos de la carretera que
dejó la ausencia de Estado. Taparlos con el asfalto derretido por el fuego
improvisado de ramas mártires. En la carretera: Ejército y guardia nacional.
Una lagartija que atraviesa apresurada. Los bidones de gasolina en los techos de los
carros (cada quien asegura). Las pimpinas que se venden a la orilla de la
carretera (por si acaso)
Callao. Dos mujeres
negras inmensas bailan calipso. El sol ya destiñó sus trajes.
Carretera ondulada,
serpiente arcoíris, pájaro que recoge su presa veloz para alzar el vuelo.
Tumeremo. Movimiento.
Comercio. “Pollo para el minero”. “Comercializadora Monte Roraima”. “Bloquera
Buen Samaritano”. Masacre. Dolor. “Solo queremos los cuerpos”.
El Dorado. ¿Dónde está?
Las Claritas. Carretera
de tierra, huecos, charcos de agua, gente vendiendo mercancía. Carteles pegados
en las puertas del supermercado: “Oro x comida”. “Oro x transferencias”. La
pancarta de la empresa mixta colgada en las rejas del portón, de lo que parece
ser su sede: “Siembra Minera. Operaciones”. Pacas de comida en las puertas de
los comercios. Un hombre en la calle con una cesta llena de desodorantes y
pastas de dientes. Un tarantín con cartones de huevo a 700 bolívares
(obviamente en efectivo); otro con medicamentos. Más pacas de arroz, pasta,
harina de trigo, sal. Un puesto de mototaxis. La carrera más barata 500
bolívares y la más cara 3000 (noviembre 2018).
Si hubiese que elegir
uno de los lugares más amargos de Venezuela sería Las Claritas. Es mirar a
través de una ventana cómo funciona la minería. Porque Las Claritas es una mina
a orilla de carretera. En Las Claritas se rebusca la dignidad en la basura, el paisaje
clama por un emisario, y solo los valientes se aferran a su pasado para
seguir. La feria humana se queda metida
en las pupilas y es inevitable preguntarse: ¿cómo será lo que no veo?
II
Se abre la sabana y el desorden queda
atrás. Solo existe un silencio mineral que a veces da turno al viento, que dice
tu nombre, que mires los tepuyes, que sus cuerpos te saludan, que solo sus
cuerpos, porque sus cimas permanecen vestidas de nubes, protección de los
espíritus.
Nos recibe la comunidad.
Estamos donde inició todo y el Wadaka, árbol de todos los frutos del pueblo
pemón, nos los confirma. Una cadena de tepuyes nos protege y ahí está él
también. Al día siguiente los niños cantan y bailan el parichará. Seis días
para aproximarnos a este mundo. Seis días para dibujar las raíces, cantarnos,
caminar con el crujido de los cuarzos bajo los pies, compartir un baño en los
ríos, comer el casabe grueso con picante y tumá, beber kachirí, conversar,
aprender, reconocernos y confiar.
Conocer a un sabio
pemón de la comunidad y escuchar todas las historias ancestrales, leídas antes,
pero ahora vivas, con el gesto, la entonación, las arrugas. Bendecir su
presencia porque en este preciso instante, la historia es idioma pemón y sus
personajes andan a sus anchas dentro de la escuelita de madera de Fe y Alegría.
Celebrar la luna llena
saliendo detrás del tepuy, las constelaciones que no sé nombrar, el canto del
pájaro que pasa a las ocho de la noche, el fuego.
“Estas son las
generaciones que vendrán después de nosotros”, nos dice Santiago en medio de la
oscuridad, mientras los niños hablan en pemón y comen casabe mojado en el tumá.
Ya es la noche de la
despedida y antes los niños han cantado aguinaldos y nuestros compañeros han
improvisado con el hip-hop. Diálogo intercultural. Respeto.
Nos vamos con lágrimas
en los ojos que los niños, más sabios, no entienden. Son las ganas de hacer
este momento eterno. Nos llevamos los nombres.
III
Asamblea Presinodal de la Red Eclesial
Panamázónica, en Santa Elena de Uairén. Nombre largo que quiere decir que
estamos caminando juntos en la defensa de los pueblos indígenas y la Amazonía.
Momento de escuchar los problemas de las comunidades, cómo se organizan para
resolverlos, y cómo se imaginan la realidad amazónica. Las mujeres, hombres, y
jóvenes pemón hablando, cantando, dibujando, bailando, existiendo con su
palabra.
Asamblea Presinodal de
la Red Eclesial Panamázónica, en Pacaraima, Brasil. Día para acompañar la tristeza de los warao
por estar en otra tierra, dejar su familia, salir para “no ver morir a otra
hija de sarampión”, “para que mi hermana que tiene tuberculosis pueda comer”.
Horas para aprender que este grupo de profesores warao se trajo su cultura y la
sigue fortaleciendo en sus niños y jóvenes. Momento para escuchar la realidad
en el albergue donde ahora viven. Jamás su janoko.
Esa y otras noches el
sueño no es posible. Todo en la cabeza te da vueltas. No es justo, nada de esto
es justo.
Llueve en Santa Elena
de Uairén.
IV
Las hermanas franciscanas y las niñas
son vida. Las risas, sus conversaciones en pemón, sus tarjetas de navidad, el
día que cantan y representan el nacimiento. La congregación trasladó la Casa
Hogar Santa Teresita de Kavanayén a Santa Elena de Uairén por la falta de
alimentos y el combustible. Nuevamente el desplazamiento para garantizar la
existencia.
Son las vacaciones de
diciembre y las niñas deben volver a sus comunidades. Ocurre un accidente
automovilístico. Todos están bien, pero hay que operar a una de las señoras,
que se fracturó el brazo. Le están cobrando 3000 reais. Nuevamente la realidad
te golpea.
Santa Elena de Uairén
ya es otro país. El sur de Venezuela es otro país. Prácticamente no hay puntos
de venta. Abundan troqueadores, personas que cambian bolívares, reais, dólares.
Ellos también están en La Línea (límite entre Brasil y Venezuela)
V
Terminal de Santa Elena de Uairén. Otro
mundo: seis líneas de autobús que viajan diariamente; pasajes sin hacer cola
(eso sí, en efectivo), toda la mercancía que quieras llevar, incluso quitándole
el espacio a los demás pasajeros (eso sí, con reais); todo el valor para
bajarte en la única parada que hace el autobús, a las tres de la mañana, en
medio de la nada (“creo que estamos cerca de Tumeremo”, te consuela alguien) y
orinar rezando para que te salga una culebra y no algo más.
Puerto Ordaz. Nosotros
bajándonos del autobús y Charlie González siendo asesinado en Canaima.
Impotencia. Ganas de volver.
Hospitalidad. Nuestras
compañeras ilusionadas para que veamos el Orinoco desde el malecón de San
Félix. Nosotros extasiados con el atardecer, con los pescadores. Diez minutos. Mucho tiempo. Cinco chamos. Uno
con el bolso cruzado: “Te vas a ir de aquí sin sandalias”. El resto de ellos riendo.
Nosotras bajando las escaleras hacia el Orinoco, tratando de huir. Ignacio
arriba hablando con uno. “Hasta las sandalias te vamos a quitar”, de nuevo la
advertencia. Dos de ellos cargando a un compañero, simulando que lo lanzaran al
río. Nosotros corriendo al carro. El
cuerpo que se agita. La mente que te culpa “no nos debimos quedar tanto
tiempo”. Justificando lo injustificable.
Llega la noche y las
luces de navidad alivian el susto, la misa del día siguiente y el almuerzo
compartido reconfortan, pero las noticias de Canaima siguen llegando y la
preocupación está presente casi todo el día.
VI
Nos vamos a Caracas.
Llegar al aeropuerto de Ciudad Guayana a las cinco de la mañana, ver una cola
excesiva, sentarte mientras avanza (error), volver a la cola:
—Ya
cerramos el vuelo, chequeamos hasta aquí— dice furiosa la mujer de las uñas
largas, los tacones, el cabello teñido, el maquillaje exagerado, la gerente de
LASER.
—Señora
pero todavía hay gente con las maletas. Nosotros tenemos nuestros pasajes.
—Pues,
yo no te vi en la cola— lanza el criterio inventado en su gestión (o en las
otras gestiones).
Ignacio
insiste. Yo me altero. Ella no escucha. Se batuquea. “Yo soy la gerente” (en
este Macondo).
Se va hacia atrás, le
pide la cédula a unos militares que llegaron uniformados con ropa de deporte. (Nos
revendieron los pasajes)
—Señora tenemos
nuestros pasajes, podemos llevar las maletas arriba.
—Pésala— actúa la
mujer— Un kilo de más. ¡No pasa!— reitera la injusticia.
—Lo distribuimos en otra maleta.
Se voltea, ignora, y sigue en lo suyo. Cinco personas llegan más
tarde. “¡El vuelo está cerrado! ¡No pasan!”. Un chino que no entiende: “Mi
pasaje, aquí pasaje, avión”. La mujer que lo agrede: “¡No viaja!”.
No nos vamos a Caracas.
VII
Dos días después estamos regresando a
Caracas por tierra. Voy dormida y sueño que chocamos dos veces. El hombre que
maneja de Puerto Ordaz a Caracas me despierta, lleva la bacanal de su memoria encendida en su
vozarrón, dos hombres más lo acompañan en su afán de pintar a los indígenas con
palabras:
“Esos
indios son arrechos./ Una vez me metí en una comunidad sin pedir permiso y ahí
me tuvo el capitán dos horas, explicándome que no podía entrar así./ Había dos
indios borrachos, peleando, mandaron a llamar al capitán. Cuando apareció era
un hombre anciano. Esos indios se pusieron pálidos y hasta se les quitó la
borrachera. /Si te metes con uno, salen todos, son unidos. Si el capitán dice
que abran la carretera, la carretera se abre. Están coordinados. Son una sola
voz. /Por allá en el Zulia tienen a uno que mientan palabrero, señor, ese es el
mediador de los conflictos./”.
El
hombre sigue contando y Bolívar se va quedando atrás.
Tengo
fe.
VIII
Bolívar. Territorio del despojo. Ciclo
perpetuo de explotación. Silencio
mineral que llora las muertes doradas. No hay sosiego para estas gentes de a
pie junto al fusil del ejército (y de los otros). Penetro en tu memoria. ¿Siempre
fue así? “Ya tengo mucho tiempo así”. Se rompe una olla. Muerdes tu pañuelo con
tristeza nativa. Te levantas. Porque aun en tus ruinas, la belleza todavía nos
habla.
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