El sudor del hielo se derrama en los océanos.
Un sudor salado, caliente, azul. A los perros les cuesta arrastrar su pesada
existencia sobre la alfombra gélida. Los narvales llegan tarde y las focas se
hunden más. Una isla se parte en pedazos, una gente queda envuelta bajo la
perpetua luz estival. Los glaciares se desaguan. Seguimos asombrados. Seguimos
señalando a quienes abrieron las rendijas que el sol no solía penetrar.
Y volvemos a hablar de los 10.000 millones de
litros de hielo derretido que fueron a parar al océano, de los incendios en
Groenlandia (si, Groelandia), de la ola de calor en Europa que llegó hasta estos
territorios (si, porque todo está interconectado). Y volvemos a hablar de la
mugre de esta civilización, de Trump queriendo comprar Groenlandia (con su
gente incluida), de China comprando licencias para extraer minerales, de las
bases militares estadounidenses en el círculo polar ártico, de la basura
militar derramada sobre el hielo.
Espanta el futuro antes de la fuga a otro
planeta, porque a los pocos siglos nos descubriremos igual. Todos sabemos que
el calentamiento global es un producto canceroso del poder.
Interesa
derretir Groenlandia.
Bajos
sus capas de hielo hay minas de piedras raras, uranio, hierro, petróleo, gas.
Una
isla se parte en pedazos, una gente queda envuelta bajo la perpetua luz estival.
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Fotoleyenda: “Albert Lukassen ve cómo su mundo se derrite a su alrededor. Cuando este inuit de 64 años era joven, podía cazar con su trineo de perros sobre el helado fiordo de Uummannaq, en la costa occidental de Groenlandia, hasta el mes de junio”. La foto es de Ciril Jazbec.
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