miércoles, 17 de febrero de 2021

Enero 2021




Sentarse a escribir un informe de derechos humanos es lo más parecido a limpiar la casa donde hicieron una rumba caníbal. El descuartizamiento en el suelo. La relatora con la pala recogiendo una pierna por aquí, una cabeza por allá, el corazón en la otra esquina. Intentando zurcir el absurdo. Ya ni siquiera lleva guantes, tampoco logra la distancia, ¿alguna vez pudo? Sepulta en la grieta del muro papeles donde escribe los nombres que no aparecen, antes imagina sus vidas y ensaya un destino en el que no mueren de desnutrición, tuberculosis o covid-19. Sale un momento para respirar antes de volver a hundirse en la mierda. Aquí solo hay dos noticias: el sufrimiento de un pueblo y la propaganda del gobierno.

Pronto se le mezclan la represión a plomo limpio de una protesta por comida con un operativo de cedulación; la mesa técnica de unos cuantos dirigentes prometiendo de nuevo las casas que se llevó el río con los labios morados del niño muerto por mordedura de serpiente porque no había gasolina para trasladarlo. La guerrilla que secuestra a las niñas indígenas que tienen más de un cuarto de cintura para violarlas, los warao que navegaron por días para conseguir un saco de sal que luego les robaron de regreso…

Mientras la relatora escribe, la bolsa negra de basura vibra. El hoyo pide alimento y quién puede saciar un cuerpo asediado de parásitos: ¿la ideología? Eternamente sentada, la mujer insiste en sentirse hermana, en acercar a los extraños, pero a veces, es como salvarse de una inundación montada en una tapa de tanque.  

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