Al
entrar a Colón (Panamá) lo primero que llama mi atención son los colores de las
casas. Sus paredes desconchadas dejan al descubierto las distintas capas de
pinturas que sus habitantes han aplicado. Hoy llovió, y las calles de Colón
están inundadas.
Bajamos
del carro y nos dirigimos a la parroquia. Al entrar caminamos por un pasillo,
una cancha, desde donde se ven más casas de colores, y finalmente subimos unas
escaleras que conducen al salón donde acompañaremos una actividad realizada por
el SJR Panamá.
Poco
a poco van llegando las mujeres solas o con sus hijos, y algunos hombres. La
actividad que se llevará a cabo forma parte de un proyecto para "Facilitar
el empoderamiento, acceso a información y recurso de grupos de mujeres en
necesidad de protección internacional en la provincia de Colón".
Llega
el momento de presentarnos. Muchas de estas mujeres son migrantes forzadas.
Ana, de cabello largo, tez blanca, contextura gruesa, de unos 30 años, viene de
Barraquilla, Colombia, y tiene diez años en Panamá. Ella dice que cuando le
hablan que hay una organización que está brindando apoyo, inmediatamente
piensan que les van a dar los papeles, pero que esto va más allá, es un grupo
que te permite motivarte y relacionarte con los demás, porque “aunque estés
lejos de tu país sientes que eres importante”.
Y
así cada una va dando su testimonio. Una de las cosas que más llamó mi atención
durante esta visita fue el Capital Semilla, que es una ayuda económica (donde
no hay reintegro) que brinda el SJR para algún emprendimiento o negocio ya
iniciado.
Y es
que lo que pude observar en Colón fueron personas con iniciativa,
emprendedoras. Tuvimos la oportunidad de visitar a tres de estas luchadoras.
Mujeres que no detuvieron sus vidas tras salir de Colombia huyendo del
conflicto armado.
Ellas
son colombianas pero se quieren quedar en Panamá, como “regular legal”, como
muchas de ellas dicen. No han venido a quitarle el trabajo a nadie, porque así
como los panameños quieren un mejor futuro, ellas por circunstancias ajenas a
su voluntad deben continuar sus vidas en este país.
Venta
de helados, venta de materiales escolares e incluso una especie de centro de
copiado, donde se hacen transcripciones, investigaciones para trabajos
escolares y se sacan fotocopias, son algunos de los negocios de estas mujeres.
Estas experiencias mueven profundamente y reiteran que definitivamente los
migrantes forzados tienen mucho que aportar en las sociedades de acogida.
De
vuelta a ciudad de Panamá…
Otra
realidad que me conmovió infinitamente por su complejidad cultural, fue la
entrevista a dos de los cinco afganos que atiende el SJR en Panamá. Mohammad 1
y Mohammad 2 llegaron hace dos años, pero el primer año lo pasaron en un
albergue donde uno de ellos cuenta que “nunca hubo una doctora”.
Mohammad
1 salió de su país “porque vio algo que no debía ver” y lo iban a asesinar si
permanecía en aquel lugar. En su desesperación fue víctima del tráfico de
personas. Pagó 25 mil dólares para que lo llevaran a Australia. Supuestamente
la ruta sería Dubai-Brasil-Ecuador-Australia. Pero lo dejaron en Ecuador, donde
tuvo que pagar 2000 dólares más para que lo llevaran a Panamá.
Mohammad
2 no habla casi español, pero me cuenta que tiene dos años sin hablar con su
familia. Coloca su dedo sobre su cien y repite insistentemente que tiene mucho
dolor de cabeza, que no puede dormir, pensando.
—Mira
—me dice y se quita la gorra— yo antes no tenía cabello blanco, ahora cabello
blanco porque estoy muy preocupado.
Ambos
son mecánicos pero trabajan vendiendo inciensos, perfumes, jabones. Un hindú
les dio 10 dólares para iniciar esta actividad. El resto de las personas al
saber que son afganos les dicen que no los emplearán porque ellos llegaron para
“traer bombas”.
Mohammad
1 y Mohammad 2 van casa por casa desde las 7am hasta las 4pm. El trabajo se torna más peligroso porque van
a vender a barriadas como San Miguelito. Ya los han robado tres veces con
cuchillo y pistola. “Yo me vine para salvar mi vida, y ahora por unas
zapatillas no la voy a perder”, dice Mohammad 1 mientras señala sus zapatos.
Cuentan
que tienen el carnet de admisión a trámite pero con eso no pueden obtener el
permiso de trabajo. La Oficina Nacional para la Atención de los Refugiados
(ONPAR) tampoco les da información sobre cómo va el proceso.
Y si
algo es definitivo es que ellos no se sienten bien en Panamá y la
discriminación es muy marcada.
—No
hay mezquita, si hay musulmanes es distinto. Mi cultura es distinta, no hay mi
religión. Nosotros somos chiíes— dice Mohammad 1.
—Cuando
pensamos me viene el dolor de cabeza— dice Mohammad 2.
—Usted
es católica y no chía. Yo pienso que yo no le puedo molestar porque usted es
humano— concluye Mohammad 1.
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