Camino
de los Españoles - Infiernito -Palmar de Cariaco - Fila del Palmar - Boca de
Tigre. Era la ruta. ¿Larga? Sí. Unas muy humildes ocho horas.
Nuevamente el punto de encuentro fue en
la estación El Silencio. Nos montamos en un jeep 4x4 y comenzamos el camino.
Atravesamos toda La Pastora y ya al final de este sector supe, por primera vez,
lo que era Puerta Caracas más allá del grito del fiscal de las camioneticas de
la Baralt. Murales de colores y arte nos deleitaron durante el camino. Y a
medida que subíamos aparecían las casas metidas en la montaña que siempre vi
desde la entrada del filosofado de los jesuitas en La Pastora. Desde el Mirador
de Puerta Caracas se veía la ciudad, en la más perfecta maqueta.
Mientras más nos adentrábamos todo se
volvía más rural y me pregunté cómo fue que esta gente siguió subiendo hasta
plantar su casa en El Ávila. Un cambio total del paisaje y su gente, en tan
solo unos minutos de camino.
En el punto de control de la Guardia
Nacional, se entregó la lista de participantes, para cumplir con las normas de
visita del Parque.
Cuando nos bajamos del jeep la brisa
fría nos cobijó. Nos reunimos y escuchamos las indicaciones de Freddy Arévalo,
de Venezuela Trekking, grupo con el que decidimos realizar esta nueva ruta.
Ellos están dedicados al trekking, excursionismo o senderismo en
Venezuela, y este año cumplen su 10mo aniversario.
Lo primero que nos preguntó Freddy fue
que si habíamos llevado suficiente agua porque la temporada de sequía que
atraviesa Venezuela ha afectado sobremanera al Parque Nacional Waraira Repano.
Dijo que era muy probable que no encontráramos donde recargar este líquido e
informó que las recientes lluvias solo eran esporádicas porque se estimaba que
la sequía se extendería hasta mayo del año que viene. Paré los ojos, tenía un
poco de ilusión de que la lluvia finalmente perdurara para que se llenaran los
embalses.
También presentó a los guías, en total
cuatro, y dijo que tres de ellos estarían distribuidos: adelante, en el medio y
al final. Cada excursionista elegía donde estar dependiendo de su ritmo. En
total: 34 participantes.
Culminada la parada informativa nos
encontramos con un cartel que indicaba El Fortin y Hoyo de la Cumbre, a mano
izquierda; y Las aguadas, a mano derecha. Tomamos está última vía. Aquí empieza parte de lo que es el Camino de
los Españoles.
Este camino, como su nombre lo indica, es la ruta a través de la cual los
conquistadores españoles llegaron desde la Guaira al Valle de Santiago de León
Caracas y que se utilizó durante siglos como la única vía de comunicación entre
el puerto y la ciudad.
Nos desplazamos sobre tierra y piedras
con muchos árboles de lado y lado. Sentimos frío. Y a medida que avanzábamos,
podíamos apreciar el puerto de la Guaira, del lado izquierdo.
Parados en el borde del sendero también
vimos por allá abajo el sector de Hoyo de la Cumbre, unas antenas pegadas en la
montaña, y un puntito que probablemente era uno de los fortines construidos en
aquel entonces para evitar los ataques de piratas y bandoleros. (Esta es otra
de las rutas que tengo pendientes).
También nos encontramos con sembradores
en plena faena que nos recibieron con una sonrisa. Luisanna y yo no deleitamos
haciendo fotos a una flor morada cuya hoja era rarísima y a un limonero hermoso
pegado a un árbol de eucaliptos.
Escasos metros de camino empedrado (como el del cortafuegos que hemos descrito) y segunda parada para indicaciones. El nivel de dificultad subiría.
El
Infiernito (y las abejas)
O el infiernote. Pues bien poco a poco
cree mi percepción del porqué de su nombre. Un camino muy estrecho, inmerso en
un bosque de pinos sembrados durante el gobierno de Eleazar López Contreras para
mejorar el clima.
Si pasando por aquí no nos integrábamos
como grupo e interactuábamos, definitivamente no lo haríamos. Tuvimos que
darnos la mano, esperar, caminar en fila, descender apoyándonos en piedras o
simplemente deslizándonos en la tierra, y ponernos el impermeable un par de
veces para protegernos de la llovizna.
Observamos en vivo y en directo la
sequía, materializada en cauces donde anteriormente pasaban quebradas y ahora
ni un hilo de agua. Lamentablemente también vimos basura.
En algún momento del camino un compañero
sacó una barra energética, súper calórica, que compartió con alguno de
nosotros, un pedacito de algo que nos reactivó.
Estábamos en las entrañas del Ávila,
bien abajo, porque es que lo que estaba a nuestro alrededor era puro monte.
Nunca había visto esta parte de mi montaña. Era sentirse en la selva y a
cientos de kilómetros de la ciudad. Estaba en su vientre.
Pero también conocí, de una muy mala manera,
a los habitantes de esta montaña.
—¡Me picó!— una muchacha gritó, mientras
otra de las compañeras trataba de sacarle, con un palo, algo que se había
quedado pegado a sus cabellos.
—No griten, cálmense— dijo uno de los
guías.
Luisanna y yo estábamos paralizadas
viendo la escena, en parte por miedo, en parte por solidaridad. “Vayan
caminando poco a poco”, dijo nuevamente el guía. Y cuando lo hice… ¡Zas! ¡Ay!
¡Tengo una luisanna, tengo una! Justo en mi antebrazo izquierdo y no podía
hacer nada. Estaba paralizada por el miedo. “Quítatela”, me gritó Luisanna. Si me la quito, la mato y si la
mato vienen otras. Y así poco a poco sentí como el veneno iba entrando en el
único y último pichazo del suicidio, porque una vez que terminó la abeja murió.
Luisanna agarró un palo y me quitó el aguijón.
Nunca me había picado una abeja así que
no sabía si era alérgica. Pero yo fui afortunada. A la otra muchacha la picaron
como cinco veces, a una más atrás lo mismo y se terminaron de desquitar con una
señora. “Avispas africanas”, dijo uno. No lo dudo.
Los guías se comunicaban por radio. “¿Cuántos
tienes picados por abejas?” Ángel levantó el walkie-talkie y todos, al mismo tiempo entre risas, respondimos a
Freddy que estaba del otro lado del aparato.
Pero lo peor que pude hacer fue tomarme
una loratadina, que una de las muchachas picada gentilmente me dio. Eso me provocó
un bajón de otro nivel y ahora entre dolor, ardor y comezón iba flotando por
todo el camino. Me reía de cualquier estupidez, porque el sueño me pone así.
La
escuela abandonada
Ya en el sector Palmar de Cariaco
comenzamos la búsqueda de la escuela abandonada. Lo primero que encontramos fue
un carro volcado. Y es que antes por este camino selvático pasaban los
vehículos hasta la Guaira para llevar la carga. Parece metiera viendo lo
estrecho y súper tupido del área. También el deslave de Vargas en 1999 ha
modificado la zona enormemente haciéndola más inhóspita.
Mi segunda herida de excursionista: un
golpe en la pierna con un tronco.
Nos detuvimos a almorzar y en seguida la
llovizna se hizo más fuerte, así que paradas y mojadas nos cominos nuestros sándwiches.
Luego conseguimos la escuelita y desde ahí
vimos la Cruz del Picacho, colocada en conmemoración a las víctimas de aquel
deslave. Unos se treparon en las paredes para tener las mejores tomas. Y los
que nos quedamos abajo exploramos el pequeño rectángulo. Los muros tenían
mensajes con fechas de gente que estuvo ahí antes. La más vieja que vi: “Jesús
11-10-84”. Hicimos un montón de fotos y retomamos la ruta.
Escalamos una subida, que yo llamo Pica
e’ la mona reload o más bien del
gorila, casi acostadas y arrastrándonos, que parecía interminable. Pero que a
medida que ascendíamos nos sentíamos más libres y despegadas del vientre del Ávila.
Vimos de nuevo el mar, al lado
izquierdo, y la montaña, al lado derecho. Era como caminar en una línea
limítrofe.
Cuando llegamos fue la gloria y una
antena rebotadora nos recibió. Con alguna dificultad la subimos para ver mejor
el mar e hicimos la foto de grupo.
Tan
cerca pero tan lejos
Aun
la Cruz del Picacho se veía lejana. Caminamos por una fila ascendente, tratando
de esquivar los sutiles pero inevitables latigazos del monte sobre nuestra
piel, amarrándonos mil veces las trenzas de los zapatos y deteniendo al grupo,
apartando una de las ramas para que el otro pasara, haciendo una que otra foto,
fatigados, recuperados y así… Me acordé de la película Querida encogí a los niños, solo que sin la galleta de Oreo
gigante, porque lo que si había era bastantes bachacos. “Bachaco, bachaco, apúrense”,
gritaba alguna.
Luego
llegamos a un bosque que parecía encantado. La brisa al chocar con los árboles
hacía un sonido profundo y el canto de algunas aves le hacían coro. Era como si
tomarás una botella vacía y comenzaras a silbar dentro de ella.
Me
detuve, respiré y agradecí.
Para
cuando llegamos a la entrada del Picacho ya era muy tarde y no pudimos subirlo.
Nos conformamos haciéndonos fotos con el camino, un pedacito de la montaña, al
Humboldt o la vista hermosa del pueblo de Galipán.
Desde
ese punto hasta Boca de Tigre, punto de llegada, todavía faltaban 40 minutos así
que debíamos acelerar el paso. Aunque nosotras nos relajamos, nos echamos
cuentos y terminamos siendo las últimas del primer grupo.
Al
atravesar una reja ya estábamos de nuevo en el cortafuegos, está vez el que va
hasta La Guaira. Subimos unos minutos o más bien segundos y ya estábamos en
Boca de Tigre. Fuimos al quiosquito de siempre y esta vez probamos con una
cachapa generosamente rellena con queso de mano y compramos nuestras fresas.
Casi
30 minutos después llegó el grupo que venía detrás de nosotros. Estábamos
preocupados y más por la señora que recibió el montón de picadas. Pero lo
lograron y llegaron bien.
Cuando
nos montamos en el jeep. Sentí un cansancio tremendo. El carro comenzó a andar
rumbo al Silencio, donde comenzó todo casi 9 horas atrás, y no sé en qué momento
apoyé mi quijada en el pecho y dormí.
1 comentario:
Hola amiga. Que viaje!. Yo pensaba que del picacho uno iba directo a infiernito, no es así?
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