En la parte de arriba de la casa hay
unas cuerdas donde están guindados los pantalones y camisas blancas pintados a
mano, con figuras geométricas multicolores y símbolos religiosos. También hay
máscaras con seres fantásticos de sorprendente y feroz aspecto, de mundos marinos,
que únicamente habitan en el inconsciente de sus creadores. Arquetipos. Todas
tienen cintas de colores amarradas en la parte de atrás. En el suelo hay un cinturón
de plástico con campanas pequeñas de cobre, como la de los carritos de los
heladeros, que los diablos sujetan en su cintura.
Justo al lado de las cuerdas está
uno de los hijos de Norberto (hijo), diablo mayor que falleció en abril. El joven
aún no está vestido de diablo. Sobre su camiseta roja resaltan tres cintas que
cruzan su pecho. Son las protecciones. La del medio tiene una medalla del
Santísimo que era de su padre. De las otras cuelgan cruces. “Como bailamos como
diablos las cosas malas andan sueltas y debemos protegernos”.
Hoy es 26 de mayo, día de Corpus Christi,
celebrado en el mundo católico el noveno jueves después del Jueves Santo. Su
principal finalidad es proclamar y aumentar la fe de los católicos en la
presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Esta fiesta se afianzó
en Venezuela y en toda América durante el período colonial, cuando se
constituyeron las cofradías encargadas de promover su exaltación con notables
actos, que inicialmente se efectuaron en Coro y luego en las poblaciones donde
se erigieron las iglesias. Además de las raíces hispanas, esta tradición se ha
vinculado al chamanismo indígena y a las antiguas cofradías y sociedades
secretas del África negra.
Este jueves en Naiguatá los diablos bailarán
al son del cajón o tambor, y en el resto de Venezuela 10 cofradías más harán lo
mismo, no en vano todas fueron declaradas Patrimonio Cultural Inmaterial de la
Humanidad, en diciembre de 2012, por la Unesco.
La víspera, un diablo
mayor y una mujer
La
iglesia de San Francisco de Asís, que está en la Plaza Bolívar de Pueblo
Arriba, parroquia Naiguatá del estado Vargas, está llena de gente porque hay
misa en honor al Santísimo Sacramento. Mientras tanto, los danzantes permanecen
reunidos discretamente en las casas de algunos de los miembros de la cofradía.
En la sala de los Iriarte todos visten sus
trajes de colores. Algunos terminan de coser los capuchones que forman parte de
la máscara. Otros se ajustan sus cinturones. Gabriel, de ocho años, juega en el
piso con sus carros de plástico. También está vestido de diablito y nos dice que
comenzó a bailar a los tres años.
Hace solo un mes murió Norberto Iriarte
(hijo) y aun se percibe el luto. Este diablo mayor bailó durante 50 años y al
igual que su padre (Norberto) y su abuelo (Ciriaco) hizo todo por preservar la
tradición. Y no solo fue guía en el desarrollo de la danza y el pago de
promesas sino que cuidó todo lo relacionado con la elaboración de máscaras,
trajes, campanas, y rezó las oraciones que han pasado de generación en
generación. En la noche del miércoles le hicieron un homenaje ante El Rincón de
Beto, hecho en honor a Norberto (padre). Ese mismo día de la víspera de Corpus
Christi, la diablada subió con sus ropas normales hasta el Cerro Colorado, se
vistieron de diablos y luego bajaron con el sonido del cajón para pagar sus promesas.
En el mueble está sentada Nohelí. Lleva
puesta una bandana que dice Venezuela, una franela roja, sus pantalones de
colores, y unas alpargatas blancas con medias. Ella cuenta que cuando comienza
a bailar le da un escalofrío por todo el cuerpo. Se le eriza la piel. Siente miedo
porque hay muchas personas que no creen: “La gente dice que uno le paga promesa
al diablo y no es así, lo hacemos para redimir nuestros pecados”.
Esta
morena delgada tiene 34 años bailando con los diablos danzantes de Naiguatá, pero
no fue fácil. Cuando era niña su mamá no la dejaba y tuvo que esperar hasta los
18 años para poderse incorporar. Sin embargo, desde pequeña siempre se la
pasaba metida en la casa de la familia Iriarte, quienes han llevado la
tradición por generaciones, y aprendió a hacer las máscaras con Norberto (padre).
Sus hijos también bailan, entre ellos, uno que comenzó a los 4 años y ahora
tiene 24.
A veces Nohelí tiene una figura de su
máscara en la mente, y cuando comienza a
moldear el alambre sale otra. En Naiguatá, al igual que en Yare, utilizan la técnica
de papel engomado en capas sucesivas sobre un molde. Ella tiene varias caretas,
una que le dicen burrito, otra que la
llama La mosca. Pero hoy usa a Delfín, máscara que elaboró hace 5 años:
“El sacrificio del diablo es conseguir sus ropas y máscaras. Todo está muy
costoso”.
Nohelí nos dice que los diablos danzantes
de Naiguatá es una de las pocas sociedades que acepta mujeres, recuerda que
antes todos los diablos estaban censados, cada uno poseía su carnet, y que hay gente
que se ha mudado de Naiguatá, pero regresa para danzar en la cofradía.
Esos diablos andan
sueltos
Los
diablos salen de las casas y comienzan a caminar por la calle. Uno tras otro se
va adentrando en un callejón estrecho y empiezan subir las escaleras. Ya en
Pueblo Arriba cada diablada se coloca en una esquina. Suena un tambor y
comienzan a danzar hacia la iglesia San Francisco de Asís que tiene sus puertas
cerradas.
Cada quien se mueve a su ritmo pero
con el mismo paso, siempre dibujando una cruz en el asfalto. Los movimientos
son bruscos y bien marcados. Las cintas de colores se elevan en el aire
mientras el sonido de los cascabeles y campanas alejan a los malos espíritus. Los
pequeños diablitos también hacen parte del ritual y se escurren entre los pasos
de los más grandes.
Los diablos no se ponen las máscaras
cuando bailan, usan un capuchón pegado en el borde superior de la careta, que
protege totalmente la cabeza y permite que la máscara sea movida con la mano
extendida.
En la entrada del santuario hay dos
hombres. Uno sostiene un estandarte y otro un tambor. Cada vez que retumba el
instrumento, los diablos se arrastran arrodillados hasta la puerta cerrada para
hacer su oración. Otros más atrás bailan descontrolados mientras esperan su
turno. También hay personas postradas que no visten trajes, simplemente usan
las máscaras para hacer su petición. Algunos tienen acompañantes que los ayudan
a desplazarse sin levantarse del suelo.
El calor abraza los cuerpos bajo los
trajes, pero pocos se quitan los capuchones para tomar un poco de aire. El mar
está de fondo. Suena el tambor. Danzan. Suena el tambor. Se arrastran. La
puerta de la iglesia permanece cerrada. Es una batalla. Pero al cabo de un rato
los seres fantásticos de sorprendente y feroz aspecto, de mundos marinos, arquetipos,
se retiran, así se cumple la rendición de los diablos ante el Santísimo
Sacramento como forma de recrear el triunfo ancestral del bien sobre el mal.
Epílogo: ¿qué diablos?
Ignacio
y yo siempre habíamos querido ir a una fiesta tradicional de los diablos
danzantes de Venezuela. Así que este año nos propusimos asistir. Lo primero era
decidir a qué diablos iríamos. Yo siempre pensé en Yare pero a medida que
fuimos investigando encontramos que había 11 cofradías en el país. Recuerdo que
mientras cubría la fiesta de la Cruz de Mayo en El Hatillo, mi compañera
Ivonne, fotógrafa, me comentó que asistiría a los diablos de Naiguatá con el
Centro de Investigaciones y Estudios Fotográficos (CIEF). Así se planteó otra
opción.
Y una tercera posibilidad era Chuao.
Sin embargo lo más importante era
vivir esta fiesta popular, sumar más experiencias a la
#rutadefiestastradicionales; y todo se dio para que nos fuéramos con el CIEF.
Gracias a Ancheta, profesor de esta escuela, que nos confirmó la noche anterior.
El jueves arrancamos bien temprano a La Guaira, hicimos una parada para
desayunar en El Moscón y seguimos al pueblo de Naiguatá. Disfrutamos mucho esta
fiesta popular y los animamos a que el próximo año se activen y se adentren en
esta tradición. Es sencillo llegar en transporte público. Si pueden estén desde
el miércoles, que es el día de la víspera, quédense todo el jueves porque a las
6pm hacen una procesión. (Y si van a
Naiguatá cómprense un raspado de colita).
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