miércoles, 16 de marzo de 2016

Excursiones misioneras: viaje al fondo del delta del Orinoco


Recientemente leí en una crónica esta frase: “El turista nunca sabe dónde estuvo; el viajero nunca sabe a dónde va”. Les cuento esto porque cuando vas en una curiara a motor por el Delta del Orinoco uno no deja de asombrarse de tanta belleza junta. El cielo, los caños, los manglares, los moriches, los palafitos, nuestros hermanos waraos, todo en un perfecto contraste. Pero si profundizas, si preguntas, si te empapas, verás que todo lo que brilla no es oro, verás cómo tanta belleza junta también guarda muchas de las desgracias de la humanidad. Enfermedades que van destrozando la vida de los indígenas waraos. Algunas muy visibles como la escabiosis noruega, la desnutrición y la tuberculosis. Otras de muerte lenta y silenciosa como VIH-SIDA.
Como el viajero de la frase yo pensaba que no sabía a dónde estaba yendo, pero con este viaje descubrí que estaba visitando uno de los lugares más olvidados por los gobiernos de turno. Fueron ocho días los que estuvimos en San Francisco de Guayo, una comunidad fundada como centro misional por los padres capuchinos en 1942, y a la que, posteriormente, llegaron las hermanas terciarias capuchinas en 1951.

San Francisco de Guayo está ubicado en el municipio Antonio Díaz del estado Delta Amacuro. En este lugar se encuentra asentado el segundo grupo de mayor población indígena a nivel nacional, el pueblo indígena warao que representa el 7 % en Venezuela, después del 58 % integrado por el pueblo wayuu en el estado Zulia.
Aquí Carlos y yo vivimos nuestra semana santa 2015 haciendo comunidad con Fray Ramón y las hermanas Iria, Ilvia Rosa y Leida; compartiendo con los niños, jóvenes y adultos; y visitando otras comunidades como Guayaboroina, Jatabuidanoco, Santa Rosa, Jobure, Murako, La Mora, Jeukubaca, Tecoburojo. Ocho días, que se dicen rápido, porque mis pensamientos ya navegaban por estos caños desde hace un año.

Caminando Tucupita
El 27 de marzo de 2015 llegamos a Tucupita, capital del estado Delta Amacuro. Eran las 7:30am. Habíamos salido de Caracas de un terminal ubicado en Las Artigas.
Fray Ramón Morillo, provincial de la congregación de los Hermanos Menores Capuchinos en Venezuela, nos recibió en la Iglesia San José, fundada en 1919, ubicada entre la calle Manamo y avenida Arismendi, frente al Paseo Malecón Manamo.
Luego de desayunar guardamos nuestras cosas y, como apenas comenzaba el día y saldríamos al bajo delta el sábado en la madrugada,  aprovechamos para caminar la ciudad.
Lo primero que hicimos fue ir al Paseo Manamo y recorrerlo de punta a punta. Nos sentamos un rato junto a un grupo de niños vestidos con su uniforme del colegio que volaban papagayos. Ahí pasamos un buen tiempo observando estos pájaros multicolores del viento. Se notaba que era una actividad organizada por el colegio. Luego investigué y resulta que en Venezuela es una tradición que los cometas surquen el cielo en semana santa.
Continuamos caminando y llegamos a la Plaza Bolívar, inaugurada el 17 de diciembre de 1930. Cruzando la calle estaba la Casa del Artista Plástico, un lugar destinado para eventos y exposiciones pictóricas, artesanales y fotográficas[1]. La señora que nos atendió es licenciada en Turismo y nos contó que justamente ese fin de semana estaría la gente del Ministerio de Cultura haciendo unas mesas de trabajo para hacer un diagnóstico de la situación turística de la capital deltana. La mujer lamentó la desidia de las autoridades y cómo prácticamente no tenían nada que ofrecer al visitante: “Todo el turismo se hace en los caños”, precisó.
Pedí el baño y uno de los señores que también trabajaba en el lugar fue a buscar un tobo de agua para limpiarlo. Lucía avergonzando: “Disculpe, es que esto estuvo abandonado por mucho tiempo”.
Para mi sorpresa me encontré a Irene, una compañera que conocí cuando estudié en la UCAB. Ella practicaba rugby con Leydi, otra amiga, y resulta que estaba en Tucupita haciendo la gira con el Ministerio de Cultura. Aprovechamos para conversar sobre lo mucho que había que hacer en este estado y me dijo que ya habían visitado otros lugares del país y que el recorrido continuaría. Me dio un poco de esperanza ver a alguien conocido y tan ilusionado trabajando en este proyecto.
Nos despedimos y la señora nos recomendó los dos únicos lugares buenos para comer: Dulce vida o Los Guayos. Fuimos a este último, que queda justo al frente del Paseo Mánamo, y fue todo un proceso para elegir por las exigencias veganas de Carlos. Afortunadamente comimos bien y yo me sacrifiqué comiéndome la tocineta, el bistec y el jamón, del único plato que quedaba para esa hora. Súper recomendadas las mini donas que venden en la parte de abajo del restaurant.
El resto de la tarde fue curiosear las pocas cosas que había en la Red Galería de Arte y  seguir recorriendo las calles de Tucupita. Casas con puertas y ventanales casi coloniales, y otras más “actuales”. Avenidas con tarantines y música a todo el volumen para recoger firmas contra el decreto de Obama. Y la búsqueda nada fructífera de agua mineral.
Regresamos a la Iglesia de San José y Fray Ricardo, uno de los novicios, nos llevó al colegio de la congregación terciarias capuchinas que estaba justo al lado. Ahí conocimos a la hermana Iría, una postulante que estaría con nosotros a la misión.  Y a otra hermana, más mayor, que nos contó sobre los inicios de sus  trabajos en la misión de Guayo.
Me gustó mucho el patio del colegio, un gran cuadrado bordeado de plantas con la cantina en el centro. Ambas hermanas habían estudiado aquí.
Al caer la tarde fuimos a la misa del Viernes de Concilio en la Catedral Divina Pastora (otra señal Carlos). Esta edificación de concreto armado en estructura y paredes de bloques frisados, se comenzó a construir siguiendo el estilo neoclásico a mediados de la década de los 50, con el patrocinio del Estado, específicamente el 8 de diciembre de 1957, cuando gobernaba Marcos Pérez Jiménez. Sin embargo, no fue, sino, hasta 25 años después (…), el 26 de septiembre de 1982, [que] se logró inaugurar, bajo el mandato de Luis Herrera Campins[2].
Esa noche cenamos con los padres capuchinos. Conocimos a fray Julio Lavandero, una eminencia en el mundo warao. Disfruté mucho de su sentido del humor de estos sacerdotes, especialmente de fray Ramón que nos distrajo echando su cuento: “Como aquella vez que una hermana dijo: ꞌComo dice el Evangelio la aguja en el ojo del camelloꞌ”. Y todos soltamos la carcajada. Hojeamos algunas de las revistas Vida Misionera. Y finalmente vimos el documental Kavanayen, sobre otra de las misiones de esta congregación en el estado Bolívar. Me resultó muy simbólico porque ya lo había visto en la misión que hice en El Tukuko (Sierra de Perijá- estado Zulia), la primera semana de marzo de 2015. En esa ocasión compartí con fray Nelson, los estudiantes del internado y los jóvenes de Pazando, una iniciativa de la Dirección de Identidad y Misión de la UCAB.
Emocionada me fui a dormir, mañana comenzaría la verdadera misión.

Navegando por el Orinoco
Salimos de la Iglesia San José a las 4:40am, algo tarde porque fray Ramón se quedó dormido, lo cual fue muy gracioso. En la parte de atrás del jeep íbamos la hermana Iría, Carlos, Raúl y su esposa, una pareja warao; y fray Ricardo que se levantó temprano para acompañarnos. Fray Kiko manejaba. Los 45 minutos hasta Puerto Volcán nos sirvieron para conocernos un poco.
Cuando llegamos aún estaba oscuro y había una cola de gente. En la orilla había varias curiaras de hierro con motores fuera de borda, estacionadas y justo al lado una mujer indígena bañándose en el río. Bajamos nuestras cosas y las montamos en la Tiwitiwi, la curiara de las terciarias capuchinas.
Laureano y su ayudante nos llevarían hasta San Francisco de Guayo, a cinco horas de navegación. El espacio de la curiara era reducido, nos distribuimos en las tres tablas que servían de asiento y nos recostamos en los listones de madera. Me resultó bastante práctico que estos espaldares podían quitarse y ponerse de nuevo simplemente ajustándolos a una especie de hendidura pegada a la pared de la curiara.
Arrancamos. Aquello era como ir en una carretera de agua. Al principio estrecha y bien delimitada por la vegetación de lado y lado. La curiara saltaba con cada desnivel u ola leve. El sol iba soltando sus rayos y parecía que estos emergían de los manglares para volar hasta el cielo y colorearlo de naranja. Nos fuimos turnando para colocarnos al lado de Laureano, quien plegaba un pedacito del techo de la curiara hacia atrás, como un descapotable, para que nosotros pudiéramos sacar la mitad de nuestros cuerpos y presenciar este milagro de vida. Para mí, uno de los amaneceres más bellos de mi existencia.
En algún pedacito de tierra flotante había un grupo de garzas. Cuando el sol se reflejaba en el agua esta era marrón y cuando se tornaba negra. De pronto el canal de río se abrió y fray Ramón exclamó: “Cuando vengo para acá siempre digo que yo nunca he visto tanta agua junta”.
Luego de un par de horas nos detuvimos en Isla Norte, una orilla de tierra y para atrás un bosque de árboles de ceiba, para ir al baño, obviamente natural; y desayunar.
Tantas horas de navegación fueron el tiempo perfecto para irnos conociendo. La hermana Iria, una joven de 23 años, nos contó de cómo empezó su vocación desde que estaba en el grupo juvenil de su parroquia. La llevaban a campamentos y a misiones. Entró a la orden religiosa a los 18 años.
Esta orden llegó a Venezuela en 1927 enviada directamente por su fundador. Las primeras monjitas que vinieron a las riberas del delta del Orinoco murieron a causa de la malaria y la fiebre amarilla. También cuentan que una se murió ahogada. Iban a un sector llamado La Playa y la curiara se volteó, los hábitos de la hermana eran tan pesados que la empujaron al fondo del río.   
“Estamos en Tucupita, Upata, Guayo, Machiques, Caracas. Somos 42 hermanas en todo el país y casi siempre estamos al lado de alguna casa de los capuchinos, por eso nuestra cercanía”, sonrió Iria. Sus campos apostólicos son la  reeducación, las misiones, la educación, la acción pastoral y la salud.
Iria y yo conversamos sobre Dizzi y otros jesuitas que conocíamos; y  me mostró las fotos de su sobrina, una gordita muy hermosa.
Durante toda la conversa seguíamos navegando. La curiara levantaba un chorro de agua que atravesaban los rayos del sol y se convertía en un arcoíris constante. El reflejo del cielo y los árboles en el agua era un perfecto cuadro en vivo. Varias horas después comenzaron a aparecer los palafitos y los exuberantes manglares. De uno de ellos salió una hermosa mariposa azul, una igual se me había aparecido en la Sierra de Perijá cuando regresábamos de Ipika, una comunidad a cuatro horas de camino desde la misión de El Tukuko, en aquel momento lo había visto como una señal, pero ahora esto se potenciaba. Yo estaba en el lugar destinado para mí y me sentí como Alicia en el país de las maravillas, cuando al final una mariposa azul se posa en su hombro y sale volando. Ya estábamos cerca.



Nuestro hogar en Guayo
Llegamos a San Francisco de Guayo, una comunidad de unos 3000 habitantes. Desde la curiara veíamos la Iglesia, una escuela, la casa de los capuchinos, el hogar de las hermanas terciarias capuchinas, el hospital y un montón de palafitos. Un pequeño tanque de concreto tenía inscrito el mensaje: “Bienvenidos Paz y bien”, lema de los capuchinos.
Llegamos al muelle y varios niños waraos estaban ahí, unos le pidieron la bendición a Iria y otros nos ayudaron con nuestro equipaje. “¿Quién es el padre?”, preguntó un adulto. “Es el de la gorra”, le contesté. Maikol, a quien luego llamaríamos el perro malandro, también estaba ahí, olfateando a los nuevos visitantes.
La hermana Leida nos recibió y nos guió hasta la casa donde vive ella junto a las religiosas Ilvia Rosa (colombiana) e Isabel (española, que tiene más de 40 años en el delta). Cuando entré lo primero que me llamó la atención fue el olor a gasoil. Todo el piso eran listones de  madera levantados a unos cuantos centímetros del terreno, porque es muy fangoso y con las lluvias se inunda. Era casi un palafito gigante, con excepción de la cocina que si tenía piso de cemento.
La casa está formada por dos pasillos con habitaciones. La capilla toda de madera e incluso los asientos eran troncos cortados con asiento de cojines. Una pequeña plataforma con plantas frutales y flores. Y un cuarto que la hermana Leida dijo que nos impresionaría y así fue: repleto de artesanía indígena que la hermana Isabel compra a los waraos para ayudarles.
Cuando Leida nos hacía el recorrido unos waraos estaban tumbando moriches, el árbol de la vida para ellos ya que de él extraen la fibra para los tejidos y artesanías, la yuruma que es su alimento, y los gusanos que les sirven de proteína. La hermana les gritó algo en warao, luego se volteó y nos tradujo: “Les dije que el padre había mandado a decir que no tumbaran más árboles. Es que a veces tumban todo”. Fray Ramón sonrió relajado.
Las hermanas también tienen una biblioteca y el primer libro que Carlos hizo que notara fue el del Principito. También tienen una salita con una computadora y más libros.
“Si ven agarrando agua a los muchachos es porque en este tanque recolectamos agua de lluvia para tomar. El agua del río está contaminada y para tomarla hay que purificarla”, nos dijo la hermana. También nos contó que pese a que todos los días llueve, hubo una vez que no caía ni una gota de agua, entonces ellas les pidieron a las niñas que rezaran y llovió una semana.
A pesar de nunca haber estado en el lugar me resultaba muy familiar y acogedor. No había caído en cuenta que en esta era la misma casa que aparecía en la película Dauna, lo que lleva el río.

Indígenas y religión
Leida me ubicó en el que sería mi cuarto por una semana. Tenía una cama amplia, un escritorio, una repisa para para colocar los libros, un pequeño armario, y lo mejor: una ventana que daba a un pequeño espacio desde donde se podía ver el río.
Esa tarde nos reunimos para planificar las actividades y conocimos a Anselmo uno de los jóvenes de la comunidad que hace mil actividades. Él nos apoyaría durante la semana santa. Raúl, el secretario de la parroquia, también nos acompañaría a varias comunidades. En estos lugares la mayoría de los waraos estaban solicitando bautizos para sus hijos, confesiones y misas.
Quizás esto pudiera hacer ruido en algunos. Y bueno no soy antropóloga (desafortunamente) pero me parece importante aclararlo sin hacer un tratado sobre las misiones religiosas. “Una de las acusaciones reiteradas a estos misioneros es que provocaron transculturación por sobrevaloración de la cultura occidental blanca y minusvaloración de la cultura indígena. Esa era la ideología de la época y los misioneros no eran extraterrestres, ellos fueron los únicos que hicieron algo, en esos tiempos, por el indígena, por eso corrieron el riesgo de cometer equivocaciones (…) El aporte de las misiones a la causa indígena en este siglo ha sido decisiva para la subsistencia del indígena, la conservación de sus tierras y su cultura (…) Las misiones católicas han vivido una evolución muy marcada, sobre todo a partir de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Medellín. El diálogo con las ciencias sociales ayudó a una mejor comprensión de la realidad indígena y a promover un servicio más realista y eficaz”[3].
Dicho esto recuerdo cuando el fray Nelson nos contaba que si en la Sierra de Perijá ellos no hubieran contactado a los indígenas barí los criollos los hubieran exterminado. La gente de la zona los cazaba cual animales y las empresas envenenaban la sal que los barí usaban para conservar sus carnes.
También recordé cuando una vez alguien dijo que la mejor arma que se le había dado al indígena era aprender el idioma español. No soy de las que creen que ellos iban a estar sanos y salvos en la selva. Por un tiempo quizás. Pero ahora este tiempo lo percibo como una nueva forma de conquista, más agresiva sin las famosas carabelas La Pinta, La Niña y La Santa María. Obligaron a los indígenas a desplazarse a los extremos del país y ahora los poderosos vuelven a esos lugares a explotar sus recursos. ¿Y hacia dónde pueden huir nuestros indígenas? Cada día ante nuestros ojos es más evidente el etnocidio.
Esa noche me fui a mi cuarto tranquila, con la sensación de estar en el lugar que Dios quería para mí: “No me escogisteis vosotros...fui yo quien os escogí...y os puse para que deis fruto...y ese fruto permanezca...” (Jn 15, 16)  
Acostada escuchaba las aguas del río Orinoco y el golpe del viento en las hojas del moriche. Tomé una de las revistas sobre las terciarias capuchinas que estaba en la repisa y leí sobre el martirio de la hermana Inés Arango: “El 21 de Julio de 1987 caían en la selva amazónica ecuatoriana traspasados por las lanzas de los indios Tagaeri dos esforzados misioneros; Monseñor Alejandro Labaka, obispo del Vicariato apostólico de Aguarico, y la hermana Inés Arango, de la misma misión Terciaria capuchina de la Sagrada Familia, él español, capuchino y ella colombiana (…) Alejandro e Inés se sentían ‘voz de los sin voz’ defensores de las minorías étnicas que se sienten avasallados y privados de sus tierras por la explotación del petróleo y el avance de los colonos... Ambos misioneros buscaban el equilibrio entre la defensa de los indígenas y el progreso del país... optaron por los más débiles: no fueron matados por odio sino en defensa propia de los que creyeron venían a atacarlos”[4].
Se me erizó la piel. Arriesgar la vida por el evangelio. Inés murió amando inmensamente a los indígenas.  

Domingo de Ramos
Muevan las palmas
y salid a recibirle
ha llegado nuestro Dios
es el hijo de David

Amaneció un Domingo de Ramos hermoso y la primera misa fue en Guayo. Hicimos una pequeña procesión con las palmas, si acaso caminamos unos 300 metros, desde el inicio de la casa de las hermanas hasta la Iglesia. Todos con sus palmas cantaban y la casa del Señor se llenó de verdes. Fue una celebración mágica.
Cuando terminamos nos montamos en la curiara rumbo a Guayaboroina. Nos acompañaron unos jóvenes de la comunidad de Guayo: Jhenmar, María, Yunelis y José Angel para ayudarnos con los cantos de la misa que celebraríamos en este lugar
Como en todas las comunidades los waraos viven en palafitos unidos por unos puentes que hacen con listones de madera. Algunas casas tienen lavadoras y antenas de televisión satelital. También es frecuente encontrar alguna máquina de coser, oficio que enseñaron las primeras monjas misioneras, las mujeres waraos lo hacen muy bien y es frecuente ver vestidos coloridos diseñados por ellas mismas.
Apenas nos bajamos de la curiara varios niños y adultos se lanzaron al río: “Siempre que llegan las hermanas y los sacerdotes hacen esto para alistarse e ir a la misa”, me dijo Iria.
Nos metimos en uno de los janokos, que al parecer era la sede de una Iglesia evangélica, y comenzamos a preparar las cosas para la misa. Los waraos fueron llegando lentamente, cada uno con su palma en la mano ya en forma de cruz. Sus rostros, las cruces de palma y sus ropas, todo en un perfecto contraste.
Había demasiados niños, muchos con enfermedades de la piel. Fray Ramón hizo la celebración y Anselmo tradujo en warao la homilía. Llegó la hora de los bautizos, a Iria, a Carlos y a mí nos llamó mucho la atención que la mayoría de las madres no les había puesto nombre a sus hijos, casi todos los escogimos ahí, comenzábamos a darle opciones y el que más les gustaba era el elegido.
Debíamos anotar los nombres del niño, los padres y los padrinos y tomar los datos de sus números de cédula. Luego Raúl se encargaría de hacer las actas y las llevarlas a Curiapo para que tramitar  las partidas de nacimiento.
En Jobure noté más organización. De hecho cuando apenas íbamos a Guayaboroina, alcanzamos a ver una gran fila de gente caminando con sus palmas. “La noticia se corrió más rápido que un piojo en una barba de un capuchino”, bromeó Fray Ramón.
Me costó llegar al espacio que habían dispuesto los waraos para realizar la celebración. Los troncos del puente rodaban con cada uno de mis pasos y un señor tuvo que ayudarme. Admito que ni siquiera en los días siguientes transité con seguridad por estas caminerías, me generaba pánico caer al agua.
Cuando llegó la hora de la eucaristía ningún warao comulgó. Taita, uno de los ancianos que supongo era el cacique, dijo que tenían dos años sin confesarse y le pidió al padre que regresáramos el miércoles para administrar este sacramento y hacer otra misa y los bautizos.
Durante la misa los waraos me parecieron muy solemnes. A veces pensaba que muchos no entendían el castellano y ciertamente cuando luego Anselmo les tradujo la homilía muchos niños comenzaron a hacer gestos.
Fray Ramón nos dijo que muchos de los ancianos de esta comunidad hablaban latín porque las primeras misas eran en este idioma.
Con la visita a estas dos comunidades había comenzado la misión. Regresamos a Guayo casi a las tres de la tarde. Almorzamos y el resto de la tarde descansamos.

Las autoridades no se ocupan del delta
El calor en Guayo es sofocante y muy húmedo. Así que luego de comer me di un baño y me senté en la puerta de la casa de las hermanas para ver el río y el paso de la gente.
Cuando llegaron los capuchinos y las hermanas una virgen de cemento dividía la comunidad: de un lado el internado de los niños y del otro el de las niñas. Hoy Guayo está formado por dos sectores. De un lado del río se encuentra la Ranchería y la calle de Los Casados; y al frente en la otra orilla Guayo II. En la Ranchería hay muchos ancianos y la mayoría de la gente habla warao.
Miguel, el encargado de deportes en Guayo, se acercó y comenzamos a hablar. Me contó que tenían grupos deportivos, pero que no tenían balones. “Una vez íbamos a competir en Táchira y solo me dieron 8 mil bolívares que solamente alcanzaron para la inscripción y la comida. El bus costaba 80 mil y todo se consiguió a través de amigos”.
Mientras conversábamos pasaron dos hombres muy ebrios. “La juventud está muy perdida por esto”, dijo Miguel mientras hacía un gesto con su mano como de estar bebiendo de una botella. A lo lejos escuchamos gritos y luego uno de los vecinos nos contó que tuvieron que separar a otros hombres que estaban peleando. Era más que evidente que una de las problemáticas del pueblo es el alcoholismo.
También hablamos sobre la dificultad para conseguir la gasolina, esencial para poder trasladarse en las embarcaciones: Para marzo de 2015, cinco litros de gasolina podían costar 800 bolívares; y un tambor de 200 litros entre 2500 y 3000 bolívares. Esto se vende en Puerto Volcán, desde dnde había salido nuestra curiara, este y Curiapo son los lugares donde las personas pueden comprar la gasolina. Aunque también existe el mercado negro y buena parte del contrabando sale hacia Guyana.
Al rato se sumó a la conversación uno de los doctores de la zona. Primero conversamos sobre las enfermedades: diarrea, tuberculosis, VIH, escabiosis noruega. Luego sobre las condiciones del Hospital “Hermana Isabel López”, un hospital rural tipo I: “Diagnosticamos casos y no tenemos para dar el tratamiento”. Uno de los insumos que más faltan son los jelcos pediátricos, una especie de catéter para hacerles las transfusiones a los niños.  Son muy usados porque la mayoría de los niños presentan cuadros de diarrea muy crónicos y necesitan hidratarlos con suero. Como no hay el personal médico utiliza  están jelcos para adultos y esto causa mucho sufrimiento a los bebes, ni siquiera puedo imaginar el dolor que deben sentir.
Lo otro que falta es la crema azufrada porque hay muchísimos casos de escabiosis noruega, que en la jerga se conoce como sarna.
La ambulancia fluvial está detenida por una pieza dañada y no tiene volante. Constantemente mueren personas que no pueden ser trasladadas a Tucupita. Los dos generadores eléctricos del hospital están dañados y los paneles solares no son suficientes. Atienden partos a la luz de las velas y mueren niños al nacer, ya que inhalan sus primeras heces al momento de nacer (síndrome de meconio) y no pueden ser aspirados. Tampoco hay nevera para conservar las vacunas así que desde octubre de 2014 no inmunizaban a los niños.
Como la planta potabilizadora nunca la terminaron de construir las enfermedades por el agua contaminada son constantes, ya que en el río se vierten las excretas pero también se usan sus aguas para cocinar, tomar, bañarse y lavar.

Lunes
El lunes Laureano y Anselmo nos buscaron tempranito en la curiara y nos fuimos a bautizar a los niños de las comunidades Santa Rosa y Jatabuidanoco.
En la primera comunidad fueron como 80 niños. Al igual que en el día anterior Iria y yo anotábamos y también dábamos opciones de nombres para los niños, ya que muchos no sabían cómo llamarlos. Pensé en la esperanza de vida del niño warao, alguien me dijo que no muchos llegan a los 5 años.
Más allá del significado del sacramento del bautismo, entendí que lo masivo radicaba en que luego Raúl, con las listas que le dábamos, era el encargado de hacer las actas y llevarlas a Curiapo para que estas personas obtuvieran las partidas de nacimiento. Al parecer así funciona en lugares tan distantes como el bajo delta.
Mientras tanto, Carlos hacía las fotos y ayudaba a organizar a las personas, Fray Ramón y Anselmo se encargaban de las cosas para la liturgia.
Los lugares de nacimiento de los niños eran muy variados, la mayoría de los caños: Umujana, Jobotoina, Jiorina, Dawarida, Burojoida, Barocosanuca, Umujana y Guayo; o en Tucupita.
Todos se acomodaron en dos filas de pupitres en el pasillo de afuera de la escuela y comenzó la celebración. Como seguían llegando niños también se hizo una segunda tanda de bautizos en uno de los salones.
Muchos niños no tenían padrinos y Marvelis e Isidro, un matrimonio warao,  eran los más solicitados. Marvelis me contó que ellos habían adoptado a tres niños porque sus padres habían muerto.
A Carlos y a mí también nos pidieron que fuésemos padrinos así que podemos decir que Maiker fue nuestro primer ahijado. Me sentí honrada y más comprometida con los niños del delta. El otro momento maravilloso fue cuando tomamos en nuestros brazos a una niña hermosa, su mamá estaba feliz de que también fuésemos sus padrinos.
En este lugar había muchos niños con escabiosis. El caso de Leida, una joven de 15 años, y su hija Diani me conmovió.
Diani, de 11 meses, tenía costras rotas entre sus dedos. Al rascarse las arrancaba con sus diminutas uñas y sangraba. En sus orejas también tenía costras. Las palmas de sus pequeñas manos estaban cubiertas de espinillas llenas de pus. En ese instante Leida alzó a Diani para acomodarla y se le subió la camisa. El abdomen de Leida estaba minado. 
—¿Leida qué es eso que tienes?
—Sarna.
—¿No te echas nada?
—No.
Nos despedimos y seguimos a Jatabuidanoco. Acá la gente nos esperaba dentro de uno de los janokos. Bautizamos a muchos niños. Justo cuando nos íbamos llegó una bebe. Sus padres venían desde La Playa, una comunidad más alejada, habían escuchado la noticia y querían bautizarla. Cuando les pregunté por el nombre de la niña, uno de sus padres sacó un papel que tenía en una bolsa plástica y me lo mostró: Pranciliana. Jiorina 13-3-2013. Ese es el mecanismo que usan muchos waraos para recordar el nombre y la fecha de nacimiento, es común preguntarles por su edad y muchos no la saben.
Siempre los regresos a Guayo eran mágicos, por las conversas, los silencios, el paisaje. Todo esto servía para aliviar un poco la rabia que daba ver como acá no llegaba ninguna política pública y menos en el área de salud.
Cuando vas por el Orinoco de pronto aparecen caminos entre los mangles, senderos de agua por los que provoca adentrarse. Hay plantas cuyos troncos emergen de las aguas, uno al lado del otro, como un coro vegetal que le canta a cada curiara que pasa.
Fray Ramón dice que Fray Julio Lavandero explica que los waraos se quedaron en la era del palo, ni siquiera en la de la piedra. Fueron los primeros contactados pero nunca salieron de las aguas, lo cual no aseguró que su cultura haya permanecido intacta.
Navegábamos y desde las comunidades nos saludaban, a veces podíamos tocar los manglares. Vimos a waraos pescando. Carlos disfrutaba colocándose de pie en la parte de atrás de la curiara, con los brazos abiertos, sintiendo la brisa. Iria, Fray Ramón y yo no parábamos de hablar. Laureano y Anselmo siempre estaban pendientes de cada detalle.
“Aquí la novedad es cuando viene una canoa, mira como nos saludan”, dijo Fray Ramón cuando pasamos frente a una de las comunidades.

Martes
Este día Iria, Carlos y yo nos quedamos en Guayo e hicimos actividades con los niños. Todos estaban deseosos de tomar un creyón y ponerse a pintar.
Fray Ramón y Anselmo fueron a Jeukubaca y Tecoburojo a realizar los bautizos.
En la tarde Adriannys se acercó porque quería darnos un paseo en curiara. Carlos fue el primer valiente, y aunque al primer intento se cayó al agua, luego navegó libre y confiado al ritmo del canalete que la niña movía con destreza. Iria también la pasó bien y con una sonrisa de oreja a oreja. Yo, en cambio, grité durante todo el trayecto… Al menos hice reír a los warao. 

Miércoles
En la mañana fuimos a La Mora, la comunidad más alejada que visitamos y a mi parecer la más tradicional. Las mujeres vestían unas nawa,  batolas de colores sin mangas y que amarraban con una tira en su cuello. Casi todas con bebes en brazos. Los hombres vestían como los jotarao (no warao) con pantalón y camisa. Durante la misa, que la hicimos sobre una de las caminerías, prácticamente ningún hombre se acercó. Había mujeres que lucían muy mayores con bebes.

También me sorprendió la cantidad de niños, salían de todos los janokos. Me alegré por tanta vida. Y aquí Carlos tomó unas de las mejores fotografías del viaje.
Luego visitamos Murako. Lo primero que impresionó fue lo mantenida que estaba la infraestructura de la escuela. Unos palafitos más al fondo estaba la cancha. Ahí observamos cómo las muchachas con sus nawa y los muchachos jugaban voleiball de una forma muy profesional. Parecía que tenían resortes en sus pies. Muchos de los misioneros trajeron estos deportes a las comunidades.
De vuelta a Guayo comenzamos a caminar para buscar a los jóvenes para ensayar los cantos. En un punto nos sentamos con varios niños que comenzaron a contarnos historias de espantos, transmitidas por sus abuelos, como la del Nabarao, un monstro de río, o la de los 12 niños que un día desaparecieron. Cuando pasaban los jóvenes por la vereda, uno de las niñas mandaba a hacer silencio al que contaba. Aquí también nos dimos cuenta que muchos de ellos hablaban warao, pero que hay una generación de jóvenes que no pronuncia ni una palabra y que en ocasiones se avergüenzan de su etnia. El warao es solo una materia y no se está cumpliendo la tan proclamada educación bilingüe.
Luego caminamos hasta un terreno con grama que está junto al río y Carlos y yo jugamos kikimball con estos waraitos. Fue todo un reto que los niños entendieran que debían ser grupos mixtos, no niños contra niñas, pero lo logramos. Entre risas, caídas, carreras, y mínimos desacuerdos pasamos la tarde. Otra mágica puesta de sol donde el cielo se pintó de rosado.

Jueves
Durante la mañana practicamos cantos con los jóvenes. Luego fuimos con Anselmo a avisarle a la gente de Guayo II que a las 6pm habría celebración de la palabra.
Iria nos contó que este era su día favorito, porque era el momento de semana santo donde sentía la mayor demostración de amor.
Para mí lo más bonito fue cuando estaba caminando hacia la casa de las hermanas y al frente me esperaba una mujer con su niño en brazos y una piña que chorreaba de lo jugosa que estaba. Hasta hormigas tenía. Era la mamá de Maiker que nos traía un obsequio. Carlos y yo aprovechamos para sacarnos una foto con nuestra comadre.
Esa tarde los niños querían hacer más actividades así que nos lo llevamos a la casa de las hermanas y nos pusimos a dibujar y a leer cuentos. También le cantamos cumple a Reimaris.

La misa de aquel día fue hermosa. La hermana Ilvia Rosa se había fajado a hacer un monumento al altísimo y la ceremonia del lavatorio de los pies reunió a miembros de la comunidad y a militares. 

Viernes
El ensayo para el viacrucis era a las 8am. Pero este día los warao acostumbran a ir a la playa, una explanada de arena que queda cuando la marea del Orinoco baja. Así que muchos no asistieron y los que sí lo hicieron solo estuvieron unos minutos. No hubo ensayo y me tensé. “Mine recuerda que no estás en una sala de teatro con una hora de ensayo fija”, me recordó Carlos y me hizo caer en cuenta que definitivamente la flexibilidad en estos contextos es necesaria. Así que nos relajamos y fray Ramón, Iria, Carlos y yo decidimos compartir con los niños toda la mañana en el río o jugando voleiball.    
En la tarde los jóvenes comenzaron a llegar de la playa. Los alistamos y decidimos hacer el viacrucis caminando por toda la comunidad. Anselmo leía las estaciones y yo salía corriendo para hacer el marcaje de cada escena segundos antes de que anunciaran la estación. Esta es la razón por la que salí atravesada en todas las fotos, pero valió la pena. Los muchachos hicieron lo suyo y salimos airosos de este compromiso.
Luego de la cena Carlos y yo nos sentamos en el muelle a conversar con los militares. Uno de ellos tocaba la guitarra y nos contó que el primer día que llegó a Guayo murieron tres personas y que luego dos niños más y un adulto: “La mujer había dado a luz y le quedó la matriz afuera, murió camino a Tucupita”.
Pregunté sobre el contrabando de gasolina. Al principio hubo negativa, pero luego de dos horas la información comenzó a salir: un tambor de 200 litros puede costar 7500 bolívares.
También comenzaron a hacer las cuentas de cuántos tambores se utilizaban para la planta del pueblo y resultó que dos tambores y medio alcanzaban para doce  horas de luz. En promedio se requerían unos sesenta tambores para 25 días. Tambores que ellos debían buscar.
Aquella noche la luna esta llenita como una gran arepa, y entre tantos cuentos feos, ella se alzaba para iluminar nuestra noche.


Sábado
Una de las cosas de esta experiencia de misión es que por primera vez en mi vida hice los laudes, una de las dos horas mayores, junto con las vísperas, para la Iglesia católica en el rito denominado Liturgia de las Horas (…) cuyo propósito es dar gracias a Dios al comienzo del día[5]. Casi siempre orábamos a las 6am, junto con las hermanas. Al principio Carlos y yo estábamos un poco perdidos pero luego ellas nos fueron guiando.
Precisamente el sábado de gloria, está dedicado a la virgen, a su dolor vivido en silencio. Pensé en todas las madres warao que habían perdido a sus hijos. ¿Cuántas María tenemos en el delta y en Venezuela?
Una de las hermanas comentó que también se celebraba el día de los terciarios capuchinos de la dolorosa, que son los hermanos de las terciarias capuchinas de la sagrada familia.
Durante la oración fray Ramón dijo una frase que me acompañó durante todo el día: “Si no te escuchas a ti mismo, no podrás escuchar a los demás y mucho menos a Dios” (Santo Domingo).
Cuando llegamos a Jobure comenzamos a recorrer la comunidad para llamar a la gente a la misa. Mi caminar temeroso por los puentes de palos continuó. Carlos, Iria y yo aprovechamos para, con el permiso de los warao, meternos en las viviendas. Recuerdo un fogón y una especie de abanico que usan para prender el fuego, también los frutos de moriche en las cestas, y los loritos amarrados con mecates.

Al llegar a uno de los janokos encontramos a Anunciata estaba realizando un chinchorro. Iria, Carlos, Anselmo y yo entramos inmediatamente. La anciana warao nos contó que tardaba dos semanas para realizar un chinchorro y que su pierna estaba morada de tanto deslizar la fibra de moriche sobre ella para unirla. Primero deben hervir la fibra, luego la dejan secar al sol, tiñen con Wiki-Wiki u otro químico natural algunos hilos para darle colorido, y luego deben unirlos. Cada uno intentó tejer. “Yo estoy torcida de tanto estar agachada”.  Mateo, su esposo, nos observaba, él es el encargado de llevar estas obras de arte a Tucupita donde los vende a 5 mil. Un precio que nada tiene que ver con todo el trabajo que implica realizar cada pieza.
Ya en la misa, Marianita, una mujer warao, nos ayudó a cantar. Jesús, el cacique de la comunidad, recordó a una de las hermanas que le encantaba ir a Amacuro.
Nos despedimos y seguimos en curiara hasta Guayaboroina. Ahí Oswaldo nos contó que habían hecho el viacrucis, también bromeó diciendo que ya había practicado tres religiones: catolicismo, evangélico y testigo de Jehová, pero que las que le gustaba era la católica.
De regreso a Guayo, Carlos y yo compartimos con Lionel, una maestra de Murako, y su esposo. Nos contaron sobre la deserción escolar en la comunidad. No se cansaba de repetir: “Hablen con los jóvenes, no entiendo qué les sucede”.



La responsabilidad del regreso
El sueño, por ponerle un nombre, de muchos misioneros u organizaciones humanitarias es servir en África, considerado como uno de los continentes con mayor necesidad. Nosotros visitamos San Francisco de Guayo y les puedo decir que no tienen que irse tan lejos para servir desde su profesión. Aquí tendrán trabajo de sobra.
Venezuela no es Caracas. Venezuela es San Francisco de Guayo, Guayaboroina, Jatabuidanoco, Santa Rosa, Jobure, Murako, La Mora, Jeukubaca, Tecoburojo. Un lugar lleno de agua dulce que la gente no puede beber porque se enferma. Pero es preciso establecer las responsabilidades, no es el agua quien le quita la vida al warao, no son sus costumbres, el responsable es el Estado que está de espaldas a esta realidad. Todas las semanas mueren niños y mujeres pero a las autoridades no les interesa. Prefieren excusarse diciendo que estas son zonas de difícil acceso o que los warao “por su cultura” no se ajustan a las normas de higiene y prevención. Puedo decir que en el tiempo que estuve allá no vi ni un solo afiche de alguna campaña de prevención y puedo suponer que si lo encontraba no iba a ser lo suficientemente dialogante con el mundo indígena.
Cuando el “desarrollo” llega impuesto trae demasiados males, porque no contempla a las comunidades; por eso debemos estar empoderados para hacer presión y exigir ese diálogo necesario.
Salimos de Guayo esa mañana del domingo con la esperanza firme de volver. El resto del día lo pasamos en Tucupita. Durante la misa vimos cómo un grupo juvenil danzaba dentro de la Iglesia. Algo refrescante que nos enganchó. Luego acompañamos a los jóvenes al Paseo Manamo a comer helados y vimos una de las lunas más hermosas con las que el delta quería decirnos hasta luego.
Al día siguiente, fray Julio, fray Kiko y fray Jaime nos despidieron. Nos montamos en la camioneta y regresamos a Caracas. Entre tanta conversa y música comenzó a sonar la del papagayo de Serenata Guayanesa, recordé la primera mañana en el Paseo Manamo, donde Carlos y yo nos encontramos con un grupo de niños que volaba estos cometas. Qué casualidad que justo con papagayos comenzó nuestra misión.


Nota: Puedes ver las fotos de todo el viaje al fondo del delta del Orinoco en: https://www.facebook.com/minervavitti/media_set?set=a.10153447742956518&type=1

Referencias



[1] http://www.deltamacuro.gob.ve/index.php?option=com_content&view=article&id=14&Itemid=45
[2] Catedral de Tucupita: http://www.ecured.cu/index.php/Catedral_de_Tucupita
[3] Adrián Setién Peña, OFM cap: “Realidad Indígena Venezolana”. Curso de Formación Sociopolítica. Centro Gumilla.
[4] http://www.terciariascapuchinas.org/capuchi/index.php?option=com_content&view=article&id=42&Itemid=157&lang=es
[5] https://es.wikipedia.org/wiki/Laudes


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