viernes, 19 de enero de 2018

Los caminos de Antonio

Cuando andamos debemos tener los sentidos despiertos. Por eso cuando en este viaje ya habíamos coincidido con tres hombres llamados Antonio, en situaciones y lugares distintos, pensé en investigar sobre este nombre. Lo primero que encontré es que Antonio viene de Antonius (en latín), que era interpretado como “aquel que se enfrenta a sus adversarios” o es “valiente”. Y como estábamos de misión también pensé en San Antonio de Padua, que resulta ser el patrón de mujeres estériles, pobres, viajeros, albañiles, panaderos y papeleros. A él se le invoca por los objetos perdidos y para pedir un buen esposo/a. De este santo me llamó la atención que conoció a San Francisco (Francisco, como el señor que nos regaló los bastones en el Camino de Santiago). Capaz estoy delirando pero bueno aquí los Antonio que conocí en este andar.

Antonio mira la montaña
Antonio está sentado en una silla de plástico, en el patio de la Casa Hogar Santa Bárbara. Hay dos ancianos más: una mujer que saca cuentas con sus manos y que emite sonidos rabiosos; y otro hombre que mata las moscas que  se posan en su pierna, pese a que el lugar es muy limpio.
Al frente están las montañas que rodean el pueblo de Guaraque, un lugar ubicado a casi cuatro horas de la ciudad de Mérida, Venezuela. Hoy es día de sol y el cielo tiene un azul intenso desprovisto de nubes.
Antonio es bajito y tiene como ochenta años. Lleva puesto un suéter tejido para protegerse del frío, un pantalón caqui, y unas cholas de plástico marrón. Sus manos son muy suaves a pesar de su existencia campesina. Sus dientes tienen sarro, caries, manchas que parecen sangre pero están intactos. Un sombrero oculta parte de su rostro. Es muy cariñoso y cuando lo saludas te besa la mano.
Esta Casa Hogar es un ancianato y la construyó la alcaldía de Guaraque. Antes los abuelos estaban en un espacio ubicado en la cancha deportiva.Ahora están aquí en una calle empinada del pueblo, entre casas, y todos los vecinos que pasan los ven. La ubicación de este espacio de alguna forma hace que los abuelos estén más presentes en la comunidad.
A muchos ancianos los traen de Tovar y otros son de estas montañas. "Los dejan aquí y más nunca vuelven", dice una de las muchachas de la pastoral juvenil, y agrega que solo ha visto a familiares de dos abuelos. Mientras nos cuenta esto, las moscas con su festín. Se han movido de la pierna de uno de los abuelos y ahora están en el suelo devorando a las otras moscas muertas.Los humanos que desechan a otros humanos, las moscas comiéndose entre sí. Es lo mismo.
Antonio mira la montaña y se pierde entre sus verdes. Su casa quedaba "por allá", dice levantando su brazo. Se admira con un señor mayor que pasa todos los días al frente de la Casa Hogar con un saco blanco sobre la espalda. "Ese camina así", e imita los pasos lentos con los dedos de su mano caminando sobre la palma de la otra.Y comienza a contar de un hombre que se robó dos reses y lo mataron. "¿Para qué criar gallinas si se las robaba?". O que sus hermanos están en Mérida.Todo esto lo dice aprovechando que le vinieron los recuerdos. Pero a él, como a los otros abuelos,las palabras se le van. Comienzan a hablar y lentamente el sonido deja de salir de su boca, y se convierte en gesto, en movimiento, en sonrisa, en labios insonoros.
No sé por qué razón me resulta incomprensible ver a un anciano campesino encerrado en cuatro paredes si su casa fue toda la montaña, con sus terrenos inclinados que escalaban para sembrar.
Veía a estos abuelos con sus sombreros grandes de cogollo y su espíritu andino, y pensaba en "Combatiente", el cóndor que tienen encerrado en una jaula en el Valle de Mifafí. Pensaba en la vida activa de estos abuelos, en su vitalidad agotada. Ahora pasaban el día sumergidos en sus recuerdos, mirando a la gente pasar, contemplando la montaña, o aislados porque la locura se había apoderado enteramente de ellos. Y sin embargo, en todo eso también había vida.
Pensaba que cuando uno tiene un familiar con una enfermedad, condición, o vejez, es difícil asumirlo, y más de una vez estamos tentados a abandonar, pero la cruz se tornará más pesada sino te ocupas.
"Pura juventud", dijo Antonio, feliz, y me sacó de mi letargo. Con su mano hizo un gesto como de estar agarrando esa juventud para quedársela, y sumarla a ese impulso que emerge cada vez que abren el portón de la Casa Hogar, donde aprovecha para escaparse y echarse andar rumbo a la montaña. Porque sus pies aún tienen memoria y quieren saber si su casa permanece en el mismo lugar.

Antonio y sus mulas
A las nueve de la mañana llegó Antonio con sus dos mulas. Nos venía a buscar para regresar desde el Valle de Las Verdes hasta el Valle de Mifafí en el Páramo de La Culata. El camino duraba casi dos horas. Sujetó los bolsos a las bestias con unas cuerdas y nos unimos a su andar rápido y silencioso. Sus botas de plástico se hundían en la tierra mojada sin detener el ritmo. Las patas de las mulas, a veces torpes, se resbalaban en el río de piedras, al igual que nuestros pies. Todos íbamos en una caravana entre montañas de 20 millones de años y frailejones centenarios.
Antonio llevaba unos lentes de cristal muy grueso que hacían ver sus ojos como dos puntos diminutos. Tiene 28 años pero parece mayor. Como arriero ya lleva 8 años. Vive en el Valle de Mifafí. De sus mulas cuenta que la marrón tiene 12 años y la negra 15 años. Estos animales comienzan a cargar desde los 3 o 5 años y lo hacen hasta los 18. Así que la marrón y la negra ya se ven cansadas pero siguen activas… Como Antonio.

Antonio, el errante
̶ ¿No se va a comer ese plátano?
Antonio niega con la cabeza y cuando se levanta su chaqueta se abre un poco y deja al descubierto su vientre hinchado. No queda duda, Antonio tiene la barriga llena.
Nadie sabe con precisión de qué lugar viene Antonio. Solo saben que todos los días camina las calles de Guaraque y alguien le da un plato de comida. “Antonio come en todas las casas”, dice alguien riéndose.
Durante su jornada diaria se detiene a contemplar la montaña, otras veces a observar a las personas que pasan, y otras simplemente se sienta en alguna acera. A él no le gusta bañarse pero algunas familias le insisten y a cambio le dan un plato de comida.

Al principio Antonio estaba en el ancianato pero no duró mucho porque se levantaba en la noche y comenzaba a molestar a los otros abuelos. Entonces se fue a dormir en la calle. Aquello era fuerte porque por estos lares las temperaturas bajan un montón. Un día el padre Orlando le ofreció un salón para dormir, y desde entonces tiene un lugar para descansar. Antes no saludaba solo llegaba a comer a la parroquia y ahora se despide y dice “buenas noches”. Poco a poco Antonio comienza a comunicarse. Y con su andar errante despierta la solidaridad de los pobladores de Guaraque que se preocupan porque al menos tenga un plato de comida. Podría decirse que con su andar hace milagro.


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