Entonces
me pregunté cómo podía la oscuridad cobijarnos a todos, cómo podía encerrarnos,
convertirnos en seres inseguros, rabiosos, primitivos en cavernas, en lamentos.
Cómo de tanto estar a oscuras nos íbamos quedando ciegos, guiándonos por el
sonido, la textura, el olfato, quizás el gusto…
Si,
ya sé que la oscuridad se vence con luz interior, pero después que vuelve la
luz yo sigo a oscuras. Mi mente sigue a oscuras. Es la angustia que no se va,
así al día siguiente vuelva la electricidad. Es un tránsito. Yo soy de ritmos y
cuando este se altera requiero de tiempo para retomarlo.
Y
me asusta el temblor de la luz cuando sentados comemos el almuerzo. Y vuelvo a
la calle como río en crecida. Y me turba el semáforo que funciona al lado del
negocio a oscuras o el semáforo que no funciona al lado del negocio con planta
eléctrica. Y me siento en la mente de un bipolar donde los búhos son amos del
día y los gallos no cantan.
—¿Caminarías
por la calle?—me preguntas—Yo no—te respondes—Mejor entramos, ya comienzo a
sentir lo que decía Oliveros en su diario—concluyes.
La
negrura ruge.
Entramos
a la casa envuelta en una inmensidad de sombras y la ceguera retorna al
avanzar.
Entonces,
¿cómo vuelve la luz al mundo después de la oscuridad? Frágilmente.
Milagrosamente. Pero vuelve.
Y
las aves cantan entre desiertos cuaresmales y migraciones forzadas, y las hojas
caen del árbol convocadas por las estaciones, y el martes sigue al lunes, y el
miércoles al martes, y el jueves al miércoles como “el hombre que sigue sentado
ante el fuego removiendo las cenizas cuando los demás se han ido a dormir”.
Llega
el último día del mes. Veo con tristeza este desierto, la ciudad en ayuno, la
gente en busca de agua con sus envases vacíos. De pronto una llovizna rápida y
silenciosa nos abraza. No llueve. Pero entiendo: es la universal decisión de
seguir viviendo.
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