sábado, 4 de mayo de 2019

Abril



“Yo no tengo casa, dejé las puertas abiertas y se fue”.
Ana María Hurtado.

La oscuridad de marzo me vomita a un abril de sed derramada por las calles, azulejos muertos, atardeceres atrapados en la calima, temor de la feligresía de un domingo de ramos sin ramos (hasta las palmas se dolarizaron), y de otros domingos para seguir contemplando esa forma aplazada de muerte que es la demencia. Y en medio de toda esta vorágine, algo dentro de mí se mueve y me lanza a la casa que dejé:

Abro la puerta. Arrastro mis pies con pasos de placenta. Tengo miedo por lo que voy a encontrar. Veo las cajas. ¿Qué contienen? Libros de bachillerato, primaria, preescolar. Los ordeno. Lo segundo son los zapatos, meto la mitad en bolsas. No necesito más, ni siquiera la otra mitad. Hago un paneo del resto de las cosas. Es el primer día y salgo aturdida, con dolor de cabeza, pero prometo volver. Transcurre una semana.


Esta vez voy decidida, nada de sentimentalismos, de acumular pesares.  Los recuerdos de bautizos, chapitas de centros de estudiantes y voluntariados, lapiceros bonitos sin tinta, llaveros oxidados, envases vacíos, (anota aquí las cosas inútiles que se te ocurran) vuelan hacia la caja de zapatos (también acumulada). Procuro no recordar para poder botar. Logro separar la ropa que no uso de la que tal vez usaré, ordenar las películas que sí son mías. Quedo exhausta. Volveré. Transcurre una semana.

Estoy en el tercer día, ahora sí. Voy por las carteras: esta la hizo Anabel, está me la regaló no sé quién (¿cuándo acumulé tantas?), este bolso tejido es de la primera vez que fui a Mérida con mi grupo de teatro (se lo está comiendo la polilla, pero bueno…) Qué difícil es soltar. Me detengo. Descanso. Faltan mis libros, las guías de la universidad, las libretas de viaje… Lo más difícil falta.

Doy vueltas en la casa, me tomo la naranjada que me ofrece mi hermano, almuerzo los alimentos que prepara. Conversamos.

Veo a mi alrededor y los ojos de las cosas se fijan en mi: “¿qué vas hacer conmigo?, ¿me vas a regalar?, ¿tirar?, ¿encerrar?”. Veo el sucio de una casa que apenas es casa. Orino parada por la mugre. Cuántos intentos de hacer hogar en un desierto. Hasta las paredes pinté de verde y nada retoñó. “Es que tu no le das calor a la casa”, escucho a mi abuela. Es verdad. Siempre pensaba en el próximo viaje, nunca en volver. Esta casa fue albergue, tránsito hacia algo más que no supe. Recibió peregrinos que se fueron por las malas, por enfermedad o por muerte. Jamás nadie salió de aquí en paz.

Me siento triste y sin embargo hay una sensación de ligereza que me ofusca. Boto y me vuelvo liviana.

Cierro los ojos y de pronto todas mis artesanías indígenas se vuelven montaña, una sobre otra, en perfecta armonía, van formando una pirámide sagrada. Volteo hacia atrás y todo es blanco, amplio, vacío. En el salón solo somos el altar y yo. Me siento tranquila. Comprendo que esto es lo más sagrado que tengo y que está dentro de mí. 

Un dolor de cabeza me saca del sueño. Está bien por hoy, volveré para seguir limpiando- recordando. “Hermana tu puedes dejar aquí tus cosas. Aquí siempre tendrás tu cuarto”, y un escalofrío recorre mi piel. “Yo no tengo casa, dejé las puertas abiertas y se fue”.




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