La niña transita por el salón de clases de su madre como una chispa. Se detiene en los rincones temáticos, juega. Le gusta uno que huele a madera: tiene una camita, un armario, un mueble, un teléfono con una rueda para girar los números. Todo grande, todo de verdad. Ella prefiere el salón de su madre. A sus tres o cuatro años, presiente lo frágil del vínculo. La otra maestra de preescolar puede esperar, luego tendrá todo el tiempo para calmar el llanto y esa angustia muscular que te pasma cuando las madres se van.