Aún recuerdo las cuchilladas en mi
vientre. No fue una metáfora ni algo pasajero. Fue algo que me ocurrió en la
fiesta religiosa del Santo Niño de la Cuchilla.
Salimos a las seis de
la mañana de Guaraque rumbo a Zea, una localidad del estado Mérida, enclavada
entre las montañas del Parque nacional General Juan Pablo Peñaloza (Páramos El
Batallón y La Negra) y los ríos Escalante y Guaruríes; donde todos los 6 de
enero se celebra esta festividad, una de las peregrinaciones más grandes del
estado Mérida.
Dice el evangelio sobre
el día de los Reyes Magos, que cuando éstos se encontraron al niño Jesús se
llenaron de inmensa alegría. Yo iba con mucha emoción a Zea, pese a que no
conocía prácticamente nada sobre esta fiesta religiosa. Solo me había quedado
con la imagen que me contó el padre Orlando sobre unos pobladores de Guaraque
que caminaban 14 horas desde su pueblo hasta Zea. El recorrido lo hacían la
noche anterior. Otra cuestión que llamó mi atención fue la imagen venerada: un
niño recién nacido, recostado en la losa de un sepulcro con el mundo en la
mano, la cabeza reclinada sobre el brazo derecho en actitud durmiente, con una
calavera por almohada.
Me impresionaba la
calavera debajo de la cabeza de un recién nacido. Luego leí que en cierto
sentido la imagen unía la Navidad con la Semana Santa.
Tomamos dos autobuses: uno de Guaraque a
Tovar, y otro de Tovar a Zea. Este último recorrido tardó un poco más de
treinta minutos por una carretera que iba por toda la montaña. Cuando llegamos
a Zea hacía un sol intenso de nueve de la mañana. En la Iglesia aún estaban
dando la misa. Y al otro lado del pueblo había una cola de gente que esperaba
los jeeps que estaban cobrando 15 mil bolívares (por persona) para subir a La
Cuchilla, un filo de montaña que divide a los estados Mérida y Táchira, donde
está ubicado el santuario del Santo Niño de la Cuchilla. De todas formas
nosotros estábamos decididos a caminar.
Cuando vi la subida
comprendí porque mucha gente lo hacía en carro. Una sucesión de rampas angostas
y empinadas de 45º de inclinación, y algunas de hasta 60º, a veces húmedas, que
te hacían dar varios pasos hacia atrás. La mayoría de la gente iba con botellas
de licor, haciendo chistes, gritando, tirándose a descansar a medio camino.
Salvo dos ancianos que caminaban en silencio.
De pronto comenzaron a
aparecer puestos de venta de naranjas, patillas, guarapo; y luego mesas donde
un señor hacía juegos deazar y apuestas. En algunas de las casas se escuchaba
reggaetón, raspacanillas o alguna música llanera.
Afiancé mi silencio.
Caminaba muy lento y levantaba la mirada solo para lo esencial, es decir, no
caerme. Me sorprendió como algunos iban en sandalias y vestidos cortos. A medio
andar se daban cuenta de que era ropa incómoda para subir aquella rampa,
dejaban el calzado a un lado, y comenzaban a subir descalzos, mientras se
quejaban. Reían y se repetían a cada rato “por qué estoy haciendo esto”, “si
soy masoquista”. Algunos se sofocaban de tal forma que parecía que nunca
hubiesen hecho ejercicio en su vida. El limo del suelo hacía que todos nos
resbaláramos y el sol se hacía insoportable.
Cuando íbamos a la
mitad del camino, sentí una molestia en el vientre, y me senté en un muro de
piedra. Un señor que llevaba a su hijo de aproximadamente 12 años sobre su
espalda se sentó a mi lado. El niño tenía los dos pies torcidos, y sus piernas
colgaban sin vida, sin tonicidad. “Papá quiero ir al baño”, le decía el otro
hijo que si podía pararse sobre sus pies. En todo el camino está era la tercera
persona que veía que estaba en la peregrinación por alguna promesa. Quizás los
feligreses habían subido más temprano. Del resto yo no escuchaba nada sobre
milagros ni sobre la celebración, solo quejas por la subida.
Me repuse y saqué mi
celular para tomar alguna fotografía. Un niño como de 12 años le hizo una señal
a otro e inmediatamente me di cuenta y guardé el teléfono. Fue en ese momento
cuando salí de mi concentración y dije (en voz alta) que tal vez el niño de la
cuchilla era una fiesta de malandros. A partir de ese momento las puntadas de
mi vientre comenzaron a agudizarse.
En
el santuario…
Faltaba poco para llegar y yo lo que
quería era un baño. Me coloqué a un lado de la carretera y pasó un jeep con
todos los sacerdotes. Minutos después comenzó a escucharse la misa a lo lejos.
Llegamos a una
explanada donde la gente descendía de los jeeps. Entré a un baño y sentí un
poco de alivio. Intenté recostarme en un muro de piedras y volví al baño por
segunda vez. Solo faltaban 200 metros para llegar al santuario.
La multitud seguía llegando
y caminaba entre ventas de suvenires del Niño de La Cuchilla. Agarré impulso.
Llegamos arriba y estaban haciendo la misa en un espacio abierto. Nadie
prestaba atención. Entré al baño por tercera vez.
Era mi menstruación,
eran cólicos, era el carato de maíz que nos habían regalado en Guaraque, eran
los pastelitos que me había comido antes de subir, era el juicio de valor que
ya venía haciendo sobre la fiesta popular, era que había dicho “una fiesta de
malandros”. Eran todas las anteriores. Pero lo cierto era que mientras estaba
más cerca del santuario, el dolor se hacía más intenso. Y aun así decidí llegar
hasta la capilla porque pensaba que la imagen estaba ahí.
La historia de la
capilla está ligada a la imagen que se venera. Luego de “la expulsión de las Hermanas Clarisas por
el gobierno anticlerical de Antonio Guzmán Blanco (1870- 1888), la tradición
oral, refrendada por las autoridades eclesiales, cuenta que estas huyen a
Bogotá (Colombia), dejando en el camino a la familia Hernández la imagen del niño
en gratitud por el hospedaje y la mula recibidos. A partir de allí, y tras los
'milagros' pregonados por la comunidad, se le construye un modesto altar. Es
entonces cuando la creciente fe en la imagen congrega voluntades para construir
la iglesia”[i].
No pude hacer la cola y
me senté en un banco de la Iglesia. No veía la imagen por ningún lado. Solo un
pote de plástico regentado por un muchacho donde la gente metía dinero. “Yo
vine a traerle lo suyo”, decía uno que estaba en la fila. Sentí unas ganas inmensas
de vomitar y tuve que salir de la capilla.
Me senté en unas
escaleras. Quiero irme de aquí. Vámonos rápido. Era lo único que podía repetir
y comenzamos a bajar caminando.
Durante el trayecto más
personas seguían subiendo y el desorden del principio era peor. Apuestas,
reggaetón, quejas. Un confuso sincretismo. Yo solo pensaba que sentía
cuchilladas en mi vientre y que quizás eran un castigo por lo que había dicho,
porque mientras me alejaba de aquel lugar el dolor se iba disipando.
Regresé sin ver la
imagen. Luego supe que estaba en la misa que estaban haciendo afuera.
Los
devotos del Niño de La Cuchilla
Cuando nos montamos en el bus hacia
Tovar iba una señora que había ido al “Santo Niño de la Cuchilla” a poner en
oración a su hijo de trece años, porque tiene discapacidad. Luego Greta me
contó que en Tovar conoció a Esperanza Arellano de 55 años, que es devota del
Niño de la Cuchilla. Desde niña iba con sus padres al santuario, ahí nació su
devoción, su mamá le tenía mucha fe al Niño de La Cuchilla y ahora tiene 26
años consecutivos asistiendo. Ella le ha ofrecido promesas por su salud porque
ha sido operada varias veces y ha salido bien. “A mi hijo lo llevé al santuario
muy pequeño. La fe es muy grande en ese Niño. Yo me atrevería a decir que lo
que le he pedido me lo ha concedido”.
Varios días después
estando en una posada en Los Nevados, justo cuando iba a bajar las escaleras
para ir a mi habitación, vi una figura de cerámica que estaba cubierta con una
tela de mosquitero, junto a algunos santos. Me acerqué y me impresioné. ¿Es el
Niño de La Cuchilla?, le pregunté a la señora Josefa. Y ella me respondió: “Si,
es que como hace tanto frío y él está desnudito lo tapé”. Me contó que este
Niño lo pasean junto al Niño Jesús en la paradura. Que el antiguo dueño de la
posada, que falleció hace unos meses, le hizo una promesa para terminar de
construir el lugar. Le había tomado 7 años concluir la posada: el cemento se le
ponía duro, los materiales se podrían, los trabajadores no iban a trabajar.
Hizo la promesa y todo se logró. La imagen que yo tenía al frente se la habían
traído de La Cuchilla.
Le conté a Josefa lo
que me había pasado y solo se encogió de hombros y sonrió. Lo cierto es que el
Niño de La Cuchilla me había encontrado en Los Nevados. Luego lo vi de nuevo en
la estación del teleférico Loma Redonda, en una capillita que tienen al lado de
las mulas. Este Niño seguía apareciendo para decirme que hay muchos devotos que
creen en él. Yo aún recuerdo las cuchilladas en mi vientre y lo que me costó
llegar hasta su santuario para nunca verlo; y hago un esfuerzo por no quedarme
con esa memoria. Ojalá pueda volver a La Cuchilla, y esta vez hacerlo con más
conocimiento y respeto hacia esta tradición. Devotos hay.
5 comentarios:
-Soy zedeño y mi vida la he pasado tratando de admitir es incongruencia, la fe y la devoción son cosas distintas y ese día aprovechan los comerciantes de hacer su "agosto". Como conocedor de la tradición le aconsejo que asista el 31 de diciembre a la bajada del niño al pueblo de Zea una tradición más sosegada y llena de fervor pues somos los coterraneos los que lo recibimos y acompañamos por seis días en el pueblo, mostrando más respeto, religiosidad y orden que Di día 06 de enero que se da la subida.
Gracias santo niño de la cuchilla por protejer mi familia gracias mi santico milagroso
Hola mi niño
Hola
Mi niño en tu preciosa manito coloco mi hijo protejamelos y guiamelos por buen camino mi precioso niño.
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