viernes, 31 de agosto de 2018

Mis 32 encontrándome con la muerte




Los que me conocen saben lo mucho que me gustan mis cumpleaños, y que desde hace cinco años escribo una crónica del día. Este año ha sido diferente, mi nacimiento me agarró llegando de un viaje, despidiendo a mi abuela, atravesada de memorias, en la ciudad. Esta vez la ruta fue la misma vida, con sus felicitaciones y condolencias 

 "Tener la muerte presente ante los ojos todos los días".
San Benito
Morimos todos los días.
Todo cambia en nosotros. 
Hay gente que muere físicamente a nuestro alrededor, quiero decir que su mente, su alma, deshabitan el cuerpo. 
En el budismo tibetano hay una meditación que se llama Powa, que puede ser traducido como "Práctica de la muerte consciente", o "Transferencia de la conciencia al momento de la muerte". Hay personas que hacen otros tipos de meditación, como la vipassana, con el único objetivo de que cuando llegue la hora de su muerte, puedan asumir ese paso con serenidad. Otros dicen que si pensáramos en la muerte todos los días nuestra vida mejoraría. Trato de entender. Creo que cuando pensamos en la muerte se potencian los momentos, soltamos lo que nos sobra, cambiamos lo que no nos gusta, entendemos que somos finitos.  Al menos nuestro cuerpo. "Tener la muerte presente ante los ojos todos los días", dice San Benito en una de sus reglas. 
Sobre todo eso estaba pensando el día de mi cumpleaños. Recuerdo que había planificado celebrarlo haciendo una ruta de montaña. Pero la muerte de mi abuela me colocó en otra dirección. Mi cuerpo solo quería estar en quietud. Decidí entonces dejarme llevar y que el día (con la ayuda de Ignacio) fuese marcando la pauta. Algo que me cuesta infinitamente. 
Mientras esperábamos las doce de la madrugada del 29 de agosto, porque me gusta recibir ese día tan importante despierta, Ignacio y yo compartimos una cerveza y miramos una conferencia de Pablo d' Ors, sacerdote y escritor español. En esta hablaba sobre las cualidades que debía tener un escritor: leer, escuchar y meditar. Que al escribir nos contamos. Que el pensaba que a los viajes, lo que estudió, la gente que conoció, había sido lo que había conformado su personalidad, pero a los cuarenta años se dio cuenta que para volver al origen, había que comenzar a restar. En la medida que quitamos cosas volvemos a nosotros. 
Aquí voy.

Literatura y ecología
Abrazo en la cama. 
Agua fría sobre mi piel.
Me faltas.
Tortolitas comiendo en la ventana. 
Desayuno.
Me faltas. 
Salimos rumbo a lo desconocido. Al menos para mi. Luego de varias perdidas y vueltas en círculo llegamos a la Hacienda La Trinidad. Lo primero que pensé era que había muchísimo concreto, nunca había estado ahí, y lo imaginaba más verde. Pero el ánimo me cambió cuando vi que en una de las estructuras había una muestra fotográfica llamada “El Principito Caraqueño”, de Kathiana Cardona. Pues si, era el niño de los cabellos color trigo, el mismo que me tocó interpretar hace doce años, en cuanto paisaje citadino imaginamos: montado en el teleférico de San Agustín, haciendo equilibrismo sobre el río Guaire, o la que más me gustó, viendo una puesta de sol. Principito, Zorro, Rosa, Corderos, Boas, habitando los lugares por los que caminamos. 
Encontrarme a El Principito el día de mi cumpleaños no era casualidad, pero ¿qué lo es? Recuerdo que una de las escenas que más me costó cuando hicimos esta obra fue la del final.
“Pareceré estar muerto, pero estarás equivocado, solo estaré dormido. Será solo un caparazón vacío”, advierte El Principito. Y así, casi sin hacer ruido, el principito se desplomó sobre la suave arena… “Al día siguiente”, nos dice Antoine de Saint-Exupéry: “Me consolé un poco… más no del todo. Porque sé muy bien que ha regresado a su planeta, pues no pude encontrar su cuerpo sobre la arena”.
“Caparazón vacío”. Simplemente mi abuela no estaba allí.
Dejamos atrás las fotografías y fuimos a la librería. Un espacio muy acogedor de varios pisos donde te puedes echar en uno de los muebles a leer. En la entrada, nos detuvimos en una semblanza de Aime Bonpland. Y una de sus páginas me descifró nuevamente:
"Acostumbrado a vivir libre, a la sombra de los árboles seculares, a escuchar el canto de los pájaros, a sentarme para ver correr a mis pies las aguas puras de un riachuelo ¿qué encontraría yo en el barrio más aristocrático de París? Encerrado en mi gabinete yo debería trabajar noche y día por la cuenta de un librero y tendría por toda recompensa el placer de abrir, de tiempo en tiempo, una rosa en mi camino. Yo perdería lo que más aprecio, mi sociedad de predilección, mis plantas, que constituyen la felicidad de mi vida. NO, no, es aquí donde yo debo morir y vivir". 
Aime me recordaba mis grandes peleas con la ciudad y mi discernimiento sobre la vida que llevo en ella. 
Nos fuimos al jardín este parque cultural. Bajo nuestras espaldas la grama fría. Al frente tres nidos con forma de gota de agua colgaban de una de las ramas del árbol más alto. Comencé a imaginar que la brisa mecía a los polluelos que estaban dentro. Nos abandonamos a la sensación de estar en paz, tranquilos, y relajados. Lejos de la ciudad, estando en ella. Y de pronto nos sorprendimos de lo que podían hacer unos cuantos árboles con el ruido. Simplemente lo empujan para protegernos. 
Ignacio me dio mi primer regalo: el libro "Ecología. Grito de la Tierra, grito de los pobres", de Leonardo Boff, con una dedicatoria hermosa. Aluciné con el índice, y me quedé con la frase "abrazando al mundo, estaremos abrazando al mismo Dios".
Nuevamente la muerte aparecía pero esta vez en el sistema en el que estamos inmersos, este libro publicado en 1996, me resulta tan actual. La Tierra ya no aguanta la dominación del hombre, porque simplemente no fuimos creados para esto. En este sentido la ecología supone un nuevo paradigma, una concepción más amplia y cósmica, que nos permita reconocer lo sagrado en la creación. 
Ya lo leeré. Pero no puedo dejar de decir que el regalo se convierte en abono para la que ha sido una de mis búsquedas en los últimos años. Así que estaba muy feliz.
Estuvimos un rato más echados con la Tierra, y antes de irnos visitamos una tienda de chocolates donde no se puede comprar nada, pero me quedé con el olor a cacao. Y otra tienda de artesanías, donde tampoco se puede comprar nada, pero me quedé con los colores de las tejedoras wayuú.

El abismo me sonríe
Salimos de la Hacienda La Trinidad llevando con nosotros esa sensación de paz y yo tratando de decidirme qué quería comer. Cuando llegamos al norte de la ciudad todo era caos: gente caminando por las calles, locales cerrados, estaciones de gasolina llenas, los celulares sin señal. No entendíamos por qué el alboroto de siempre, la crisis, estaba exponenciado. Adivinando, acertamos: se fue la luz. Eran las 3:15pm. Si, todo puede ser peor de como está.
El ruido nos expulsó.
Esta vez no había ningún plan. Así que solo comenzamos a rodar. A medida que avanzamos nos íbamos alejando del Ávila para adentrarnos en otra montaña. Llegamos a Manzanares, donde siempre me ha parecido que se devuelve el viento y que la gente se pierde. 
El lugar donde almorzamos tenía una terraza que daba hacia un pedazo de montaña. Cada vez que la corriente de aire se detenía las golondrinas se quedaban levitando, con sus alas abiertas. Planeando de felicidad con sus pechos blancos al sol. Iban tan sueltas y tan ligeras de equipaje que provocaba quedarse mirándolas por horas. Tras la varanda, un precipicio poblado de bambués y árboles de todo tipo, el vértigo de Ignacio (y el mío), y la meditación del día ("tu meditación Mine", me dijo).
"El crecimiento siempre es trascendente. Requiere que aceptemos pérdidas para encontrar la siguiente fase de lo que estamos buscando. Cuanto más nos acercamos a ella, más tenemos que revisar nuestra meta imaginada. Pero es en el borde de un acantilado donde tenemos las vistas más espectaculares. San Gregorio de Nisa dice que así es la experiencia de Dios. "Imagínese lo que una persona sentiría", dice, "si pusieran el pie en el borde de este precipicio y miraran hacia el abismo que se encuentra debajo no verían una base sólida ni nada a lo que aferrarse". Esto es lo que el alma experimenta cuando va más allá de su base en las cosas materiales, en su búsqueda de aquello que no tiene dimensión y que existe desde toda la eternidad". (Traducción del Daily Wisdom)
Recordé que cuando veo un abismo existe una fuerza en mí que me impulsa a lanzarme. El miedo me puede detener por meses y hasta años. Pero finalmente me suelto. Pero esta meditación va más allá. No se habla de algo que podamos tocar. 
Aún sin terminar de procesar esto llegó mi segundo regalo: unos zarcillos y un collar de mandalas. Adentro una etiqueta que explicaba que una mandala significa círculo sagrado y desde el punto de vista espiritual, representa el universo y es un centro energético de equilibrio y purificación. Son formas geométricas concéntricas organizadas en diversos niveles visuales.
Golondrinas, abismo y mandalas. 
Mucho que discernir. 

Rojo
Rodamos contemplando la montaña. Poco a poco una gran nube gris iba posándose sobre ella, cubriendo sus azules, y tragándose los últimos rayos del sol.
Yo pensaba en los botones que jamás habían sido puestos en un vestido, en los hilos y broches con olor a naftalina, a encierro. Pensaba en mi abuela y en sus manos de costurera. En las veces que no la fui a visitar y en las otras en que sí lo hice. Otro cumpleaños en una montaña, como en Mariches, pero esta vez no caminándola sino mirándola a lo lejos mientras mi cuerpo permanecía en el pedazo ya muerto, asfaltado, edificado, deforestado. 
Oscureció y llegamos a casa. Antes de entrar se me olvidó mirar el cielo. Coloqué dos bufandas como mantel, una roja y otra morada de muchos colores que compré en un mercado de artesanos indígenas en Ecuador. Cenamos pan con queso y aguacate, y una mini-botella de vino que estaba guardada desde el 2009. Cantamos cumpleaños con una pequeña tartaleta de fresa y una velita roja aromática. Porque siempre hay que cantar cumple el día del cumple, aunque muera tu abuela, y tener aunque sea un postre con un velón, así sea del que le ponen a los santos. Cantar y comer torta, otro de los rituales de los que me cuesta desprenderme (ya les dije que el primero es esperar hasta las 12 de la madrugada)
Mi tercer regalo fue el libro "El infinito en la palma de la mano", de Gioconda Belli. Es inevitable decir que esta autora me conecta con lo femenino, una de mis búsquedas en el último año. La religión y la familia muchas veces no ayudan en esto.  
Y bueno para seguir en la misma línea, la novela narra la historia del "primer hombre y la primera mujer (Adán y Eva) descubriéndose y descubriendo su entorno, experimentando el desconcierto ante el castigo, el poder de dar vida, la crueldad de matar para sobrevivir y el drama de amor y celos de los hijos por sus hermanas gemelas". Ya lo leeré. Mientras tanto transcribo esta frase que encontré al azar en una de las páginas: 
"(Eva): —¿Qué nos hará felices?
(La Serpiente): —La inquietud. La búsqueda. Los desafíos". (p. 189)
Nuevamente el vacío.
Adentro del libro había otra mandala con forma de tortuga sin terminar de pintar. “Coloréala cuando termines de leerlo”. Aquí entendí porque todo el día había cargado con una cartuchera llena de colores en mi mapire.

Encontrándome con la muerte
"Y el final de todas nuestras exploraciones será llegar al lugar donde comenzamos y conocerlo por primera vez".
T.S.Eliot.
Pienso en mi cumpleaños como en una "búsqueda de aquello que no tiene dimensión y que existe desde toda la eternidad".  Debajo de mis pies la tierra se mueve, y las cosas que llamo certezas desaparecen. De pronto me hago consciente de que no sabemos de dónde venimos ni hacia dónde vamos; que  vivimos como si nunca fuésemos a morir; que no decimos muerte, ni sabemos qué decir cuando ocurre.
Comienzo a comprender que la muerte es una transformación más a la que debemos enfrentarnos, no digo que sea fácil, es dura porque trae tristeza, dolor, desolación.  
El cuerpo de mi abuela no estará más entre nosotros. Tampoco su sazón, su abrazo, su sonrisa, sus regaños, ni sus quejas. Si estarán sus memorias, sus cuentos, sus colores, y sus olores hasta que finalmente se terminen de ir con el viento. 
Sigo pensando en sus agujas y botones. 
Me siento tranquila.
Pienso en el amor.
Celebro a mi familia con sus luces y sombras. 
Pienso en  Ignacio, en su compañía en este caminar, en sus regalos en este y en tantos días. Gracias. Yo también te acompaño.
Veo el abismo, las mandalas, las golondrinas. 
Invoco el sagrado femenino.
Camino el origen.
Preciso las cosas a las que debemos renunciar para lograr el buen vivir. 
Y mientras escribo esto, algo en mi acaba de morir. 



2 comentarios:

Ma.Teresa Sánchez dijo...

Feliz Vida Minerva... Feliz vida. Gracias por compartir tu paréntesis, gracias por prestarme tus ojos para ver abismos, gracias por prestarme tu olfato para sentir lugares, gracias por prestarme tus momentos de meditación, gracias por mostrarme rituales y regalos que llenan el alma... Gracias... Feliz Vida... Feliz Horizonte por vivir. Llegué hasta ti un cálido abrazo.

Minerva Vitti dijo...

Gracias María Teresa. Que sentidas tus palabras. Te abrazo compañera.