martes, 28 de agosto de 2018

Rafaela


Mi abuela murió el 26 de agosto de 2018. A las tres de la madrugada su cuerpo colapsó y no respiró más. Ese domingo llovió y recordé que siempre decía que eso le pasaba a los que en vida habían comido en una paila: "El día de su muerte lloverá a cántaros y será difícil sacarlo". Ella nunca siguió la advertencia y cada vez que podía comía a sus anchas en una olla.

La abuela nació en Irapa, estado Sucre. Hija de una mujer de rasgos indios, que me gusta creer que es warao, y de un hombre negrito de Trinidad y Tobago. No pudo terminar sus estudios, "por falta de un representante", sus padres murieron cuando ella estaba muy pequeña. Cuando era joven siempre contaba que le gustaba irse sola al río con una torta de casabe y una mano de cambur. Luego que estaba bien grande decidió irse con una amiga a Caripito, estado Monagas, para trabajar. Una adelantada. Ahí luego se casó.

A la abuela le nacieron siete hijos, pero crió a más. Ella fue una cuidadora. Yo llegué a tus brazos a los siete días de nacida. Entre ires y venires, un día todos decidieron que debía estar con ella, y así fue hasta los 18 años.

A la abuela siempre le dolieron las piernas pero igual me llevaba a las tareas dirigidas o a la casa de mis tías para que me explicaran las asignaciones del colegio. La abuela siempre se quejaba de que no había podido terminar su curso de corte y costura, o el de repostería, porque se había "puesto a criar", pero a todos nos hizo vestiditos, camisas, faldas; y los mejores dulces de coco que podré probar en esta vida. A la abuela le gustaba hacer copias y calígrafías, "para no perder la práctica", en un cuaderno siempre escribía su nombre.

El 25 de agosto de 2012 cayó un árbol en su hogar en Mariches, y eso hizo que tuviera que peregrinar por varias casas de mis tías hasta que llegó al apartamento donde vivíamos mi hermano y yo. Ella siempre se lamentó de haber dejado su hogar.

Mi abuela era el realismo mágico encarnado en una persona. Duendes, burros en llamas, mariposas oscuras, tréboles de cuatro hojas, sombras en la pared, viento, cuchillos en cruz, jarabe de sábila al sereno, saliva en ayunas, velas de sebo, carretas en la oscuridad. Caribe y montaña. A mi papá y a mi nos gustaba llamarla Úrsula Iguarán. Era dura y amorosa, y a pesar que siempre estuvo rodeada de hijos o nietos, inspiraba una soledad monástica.

Desde pequeña siempre pensé en tu muerte y me ponía a llorar, no porque se fuera sino porque me quedaría sola. Así de egoísta somos. Este agosto soñé muchas veces que se moría. Lloré su partida de puro susto. Y antes de viajar a Guatemala me despedí. Su cuerpo había crecido tanto por la retención de líquidos que ya no parecía ella, y sin embargo arrastraba sus pies para ir al baño o a la cocina. Un día no se levantó más.

Ella me enseñó a leer, escribir y viajar. Siempre que pudo me llevó al oriente del país, a veces hasta con una sola muda de ropa. Fue fuerte conmigo porque cada vez que yo tenía que hacer las tareas salía corriendo y volvía a casa al atardecer, hasta que me convenció que yo podía hacer muchas cosas, que era buena en los estudios, y lo fui. Siempre me defendió y me protegió. Formó rollos cuando me rompían la lonchera en el colegio o porque el profesor de cuatro no me prestaba atención. Me dio alas y llegó el día en que agarré cielo.

Hoy mi abuela, Rafaela del Carmen Suniaga de Rodríguez, volvió a la tierra. La enterramos a las once de la mañana. Bajo el sol inclemente y una lluvia de mosquitos. Llevaba un pañuelo animal print en su cabeza, un regalo de uno mis viajes; y una camisa de flores moradas que ella misma cosió, y que aparece en buena parte las fotos que están en nuestros albumes familiares. Camisa que preocupó a una de mis tías porque no le quitamos los botones. Ofrendamos unas flores, porque le gustaba sembrar; unos hilos, por su habilidad de unir retazos de tiempo y transformarlos en memoria; agua para refrescar su camino; y a nosotros mismos por su don de criar vida, "con su carácter fuerte", el único que podía tener para poder sacar adelante a toda una familia.

Los últimos años de mi abuela fueron duros. Ella se murió tan sola como vivió. Pienso en ella y la imagino preguntándose, como Úrsula: "Si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba atizando su propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como forastero, y de permitirse por fin un instante de rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad".

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