jueves, 19 de noviembre de 2020

Iximché


La hierba fría, el cielo de agosto, el olor a cenizas me asegura que sigo aquí, pero que retrocedí a 1470. Estoy en la capital del reino de Kaqchikel: Iximché.

Alzo la vista y me encuentro con los templos piramidales y los campos de juego de pelota mesoamericanos. Sigo en medio de estas costras antiguas, rodeada de montañas, lejos de mi vida o acaso en ella.

Al fondo una pareja anciana de indígenas maya permanece al pie de una de las pirámides. Hacen un ritual, colocan velitas, dulces, pétalos de flores, caramelos. Observo en silencio hasta que siento que los incómodo y me alejo mirando las ofrendas convertirse lentamente en tibias cenizas. El humo se une al viento. Vuela la alegría de una promesa.

Es la primera vez que visito pirámides indígenas y una nostalgia que no puedo entender me invade. Tal vez sea la “soledad cósmica” de la que habla José María Arguedas en su ensayo sobre poesía quechua. Pero yo estoy en territorio maya y siento lo mismo.  Tanta civilización, tanto poderío, tanta guerra, tanta memoria negada. Me adentro en los laberintos.

Un ave pasa al ras de mi cabeza. “¿Escuchas?”, me pregunta. Si, lo escucho. Un corazón palpita en la piedra.


(Cuaderno de Viajes Guatemala, agosto 2018)

 

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