Recordar
vuelve el tiempo sagrado.
Kux
loq´olaj ri qíj rumal ri na´tajisanem
(Rosa
Chávez)
En septiembre te me moriste
30 veces, te enterré 30 veces. Los 18 años que viví contigo me atravesaron como
relámpagos, segundos luminosos en medio de la oscuridad, pero yo me siento
trueno y susto. Estoy triste. Un sueño me lo dijo y me volvió a enlutar. Ahora
cualquier despedida es una excusa para llorar: el feminicidio de Mayell; un
supuesto felino que se extinguió, aunque no me gusten los felinos; el párrafo
suprimido del artículo porque si no arriesgo a la gente; el cabello que se
sigue cayendo; otro pedazo de piel que dejé en las raíces de los árboles mientras
corría; mi hermano diciendo “que mala suerte tenemos”; las veces que dijiste
que querías viajar a ver a tus hermanos y nunca pudiste.
Ahora tengo una borrachera
de pérdidas.
El sueño me dijo que debía
quedarme tranquila, descansar, ir hacia dentro de mí misma. Eso trato.
El 28 de septiembre llovió
tanto que nuevamente recordé que tenías la mala costumbre de comer en una olla.
¡Tráeme la chícura! — te escuché en
medio de tanta agua. Luego procediste a abrir el hueco en la tierra para
sembrar, al frente de la casa, donde tenías un jardín grande, enmatorrado, en
el que esperábamos que la dama de noche se abriera para darnos su olor; en el
que ponías el frasco de mayonesa con cristales de sábila adentro, siete días al
sereno, para curarnos la gripe; en el que mandabas a buscar orégano para
echarle a tus guisos o a tumbar las naranjas para hacer el jugo; en el que Maylis
revivió al colibrí herido; en el que jugábamos pisé (rayuela); en el que
botaste a Horry; en el que le lanzamos piedras a Mita. El mismo que una vez
incendiamos cuando metimos una luz de bengala dentro de una botella de cerveza.
Lluvia.
¡Parecen cochinos cuando ven lluvia! —
nos gritaste porque siempre que llovía nos gustaba correr, mojarnos, aquello
era una descarga, la represión se diluía en una charca.
¡Ay! ¡Corran! Viene agua. Recojan la
ropa— te escuché de nuevo y en el acto fuimos hasta alcanzar las cuerdas que
nos ganaban en tamaño y los bachacos se pegaron nuevamente a la ropa y a
nuestros pechos.
Llueve y la señal del televisor se va y
no podemos salir a mover la antena y solo vemos grumos grises, negros, blancos.
Llueve y se va la luz en Mariches y todos nos sentamos en círculo a escuchar
tus historias. “¡Muchacho, ooo! No juegues con la sombra”, nos adviertes cuando
alguno comienza a hacer figuras en la pared. Llueve, entran las mariposas
oscuras a la casa: “¡No las maten!, eso es que viene visita”. Llueve, el
murciélago se resguarda en el baño (a él si lo apalean por la mañana). Llueve y
huele a lámpara de kerosene, a vela, a tierra, a cemento, a duendes, a
muerto. Llueve y el aguijón del alacrán,
oculto en la muñeca, me da directo en la cadera. Llueve, me caigo por las
escaleras, me parto el labio, acto de rebeldía para decirle a mi madre que todo
el pescado que comió no bastó para no llevar la cicatriz del labio leporino de
mi abuelo, de mi padre.
Me pierdo en los recuerdos.
La noche me sacude.
Tengo miedo de despertar espantándome
las moscas.
***
Abuela, cuando comenzaste a decir adiós,
la tierra que te parió tembló: Irapa. 7.0.
Insuficiencia cardiaca global.
Cardiopatía mixta dilatada. Hipertensión arterial sistémica. Diabetes mellitus.
Tres de la mañana. Tu acta de defunción envuelta en un pañuelo de animal print.
Así eras. Si hubiese sido por ti nunca te morías.
Termina septiembre y no fui a ninguna de
tus misas, no quiero.
No hay sosiego, esta cicatriz es un
camino de tierra, la perpetua perforación del corazón.
Cada tanto me desato el llanto antiguo
que me acompaña.
Los duelos son así, no terminamos de
decir adiós nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario